YO, MI PRIMERA MEDALLA
por José Ignacio Restrepo
Heliodoro dejó las dos botellas de leche bajo la puerta de la señora Raquel, y agradeció por séptima vez quizá, que el tiempo estuviera seco, y no hubiera lluvia mientras llevaba a cabo su labor. Era una forma de oración retardada, ese agradecimiento suyo corto y sin palabras, que siendo él un sujeto de emociones contenidas tenía mucho valor. En todo caso, él aceptaba lo que viniera; tendía a amoldarse sobre la marcha y devolver valor sobre esfuerzo a su destino. Cuando llegó a la esquina, a la casa de la abuela de Armando, encontró un aviso funerario en el cual se leía que la Señora Aurora Mayagüez había descansado en la paz del Señor. Sus exequias se llevarían a efecto el día de hoy a las cuatro de la tarde, en el Cementerio Central Jardín de Cedros.
Heliodoro se sentó en el quicio y contempló un solo aspecto del pasado compartido con la difunta. Le traía la leche pero no entraba a verla. De cuenta de Amando, compañero suyo en el Liceo, sabía que había estado enferma desde hacía algún tiempo y éso a él lo colocaba ciertamente en una contradicción. Es decir, lo había estimulado a brindarle algo de compañía pues era un joven cristiano, pero al mismo tiempo lo había empujado a no ir siquiera por allá, pues en el fondo sabía que a esa edad era difícil que doña Aurora venciera la enfermedad y se librara de la muerte. Su interrogante había quedado sin respuesta, por lo menos sin la respuesta de doña Aurora, que se había llevado sus pensamientos a la tumba.
Comenzó a pedalear el carrito lechero de regreso a la bodega. Debía surtirlo nuevamente para completar el recorrido por el sur del barrio. Llevaba ya ocho meses trabajando con La Vaquita y gracias a su labor, la empresa había mejorado sus ventas en este vecindario y él tenía un estado físico envidiable. Llevar el carro lechero cargado aquel largo recorrido, diariamente, subiendo las pequeñas colinas y bajándolas sin quemar los cauchos del freno, había convertido sus piernas y su pecho en fuelles fuertes y dispuestos a cualquier esfuerzo. Su cuerpo era ya el de un verdadero atleta y estaba pensando seriamente en poner su potencial al servicio de una carrera deportiva profesional.
Esa preocupación había empezado cuando Eva, una de las auditoras de la empresa, se había quedado mirándolo de esa manera que tienen las mujeres, largo y yendo de abajo hacia arriba la última vez que llevó su papelería a la oficina. Al salir, ella le había dicho en un tono provocativo, que ya no parecía el que había llegado pidiendo trabajo unos meses antes. Él pensó inicialmente que era un reproche de su parte, y le devolvió un "cómo así" algo destemplado. Eva, le sonrió, y mejoró su comentario socarronamente hasta sacar de él una sonrisa. Una sonrisa que se sostuvo hasta que se despidió de ella con un cuídate mucho Eva, con tono de "nos hablamos" y ojos de promesa. Larga, como esas que fresquean toda la calle soleada.
Las cosas que tiene la vida. Estuvo a punto de no tomar el trabajo pues sospechaba que su estado físico no era suficiente para aquella actividad exigente y diaria de arrastrar el carro lechero, que adentro llevaba además palos de queso y derivados lácteos. Y a fe que en los primeros días estuvo muy cansado y con los músculos quebrados. Sin embargo su madre le hacía un desayuno como para "parar a un muerto" y le preparaba también una lonchera que le recordaba sus días de colegio, con un almuerzo delicioso que solo tenía que calentar en la Salsamentaria de don Orestes, quien le prestaba el horno microonda de los empleados.
En resumen, había ganado casi doce kilos de peso que estaban distribuidos en sus dos piernas, sus brazos, sus nalgas, su vientre y su espalda. Se llama en el ámbito deportivo "Dotación de Apolo" a aquel incremento que será difícil perder después de haber ganado, y lo había averiguado en una página de Internet que consultó precisamente para saber más sobre el desarrollo muscular. Su potencial era muy bueno, si comparaba sus condiciones anteriores con las actuales teniendo en cuenta el tiempo y las horas de práctica. Todas esas variables las estuvo considerando pues él no se iba a quedar trabajando en ésto si podía percibir un mayor lucro solo por ejercitarse.
Pensó en ir al entierro de doña Aurora pero luego rechazó a idea. Habría mucha gente y eso no le gustaba. Mejor llevaría flores a su tumba y le daría las gracias por ayudarle a recapacitar. Esa era una charla que le debía después de las cosas que ella le confesó la última vez que hablaron.
Cuando comenzó la época de lluvias Heliodoro ya no trabajaba con La Vaquita. Había un nuevo empleado, y a decir verdad, le estaba yendo miserablemente con aquella labor. La gente lo miraba al subir la colina tratando de llegar a las casas más alejadas e inmediatamente recordaban la soltura y gracia que tenía Heliodoro al pedalear. Pero, él ya estaba midiendo sus capacidades en otro lugar lejos de su barrio y de las personas que lo conocían. Diariamente pasaba diez horas entrenando en el gimnasio bajo la tutela de Gaspar Recasenz, un preparador de plusmarquistas, a quien Eva le había recomendado cuando empezaron a salir. Como él era bueno con los pedales y grácil a la hora de correr, pensaron que debía buscar ser fuerte en la piscina para poder competir en los próximos Ironman nacionales. Heliodoro se había convertido en su propio sueño. Ya no buscaba excusas para no hacer las cosas, solo maneras para llegar a la meta. Su madre lo miraba siempre para bendecirlo, pero ahora solo quería estar en la tribuna y verlo llegar, romper esa cinta, que dice "llegaste hombre de hierro, Triunfaste una vez más".
La tumba de doña Aurora está siempre llena de flores. Aquel día que ya casi no recuerda, Heliodoro le había preguntado como había hecho ella para llegar tan lejos, con tanta gente que critica y tanta gente que hace mal a los otros. Y la vieja le había contestado: No te fijes en lo que hacen los demás y menos si lo hacen en contra tuya. Haz bien las cosas...corre más que ellos...Se merece todas las flores, cada una de ellas...
JOSÉ IGNACIO RESTREPO
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