viernes, 6 de marzo de 2015

CUANDO SE ACABE LA NOCHE DE SU ÚLTIMA TARDE / Un cuento corto de José Ignacio Restrepo



HEREDAD


Se pregunta cada mañana cuánto tiempo le queda antes de que se le ponga en frente la debacle. Cuando sale ve a muchos que llegaron a ella, y no solo no han podido salir de ella sino que han empeorado desde la primera vez que le vieron el rostro. En su juventud leyó a Emile Zolá, que escribió un bello texto, más triste y cierto que la soledad de la luna, pero la verdad es que ya poco lo recuerda, ya nada, para decir la verdad ciertamente.
Evaporó los días del trabajo en la Oficina de Registro, hace años no ve a nadie de esos días. Veintipico de años no son pocos días. Luego, recuerda, marcó en un calendario en la cocina la fecha precisa de recibir la cesantía, sumada a la liquidación de ese tiempo de labores. Compró con aquel dinero un galpón de gallinas pensando en convertirlo en un gran negocio, que le permitiera agrandar la casa, mejorarla, vivir de él y olvidar el tiempo de esclavo. Pero el cálculo le falló, y el rostro mestizo y desfigurado de la debacle empezó a asomársele por todos lados, diciéndolo que no tardaba en llegar para quedarse a vivir con él.
Tiene poco en el banco y ninguna perspectiva de producir una mejora. Quisiera tener un negocito, una cafetería, una pequeña librería, por lo menos una chaza de dulces para colocarla en la acera, cerca de la escuela o el Parque de Armas. A él aún le gusta mirar para afuera, no se halla en una vieja telaraña de recuerdos como muchos de su edad, esperando a que cruce el que le gusta para sonreír como un descerebrado. A él le agrada mirar a los niños, hacerse a la idea de que alguno de ellos podría haber sido su nieto. Le gusta verlos correr persiguiendo cometitas de mentiras, de esas que se fabrican en clase para jugar cuando salen entre ellos. Y le gustan las palomas, aunque lleva tiempo de no llevarles su maíz al Parque de Armas. Allí salen por cientos. Pero es que debe ahorrar, no sabe cuánto le queda en el banco. Cuándo se le acabe tendrá que tomar la decisión…no quiere ir a un asilo con gente extraña que ya no tiene dónde estar, ni dónde caerse muerta.
Tendrá que tomar la decisión del índice, la que tomó también su abuelo y luego su padre, militar de profesión. Que uno debe tener huevos para terminar las cosas que no tienen vuelta ya, las cosas que son de uno son de uno.
Abre la pequeña gaveta y observa el revólver calibre 22 que fue antes de su abuelo y después de su padre. Y que quién sabe a dónde vaya a parar cuando se acabe la noche de su última tarde.

 JOSÉ IGNACIO RESTREPO Copyright ©


jueves, 5 de marzo de 2015

LO POSTERIOR DE LO QUE NO EXISTE / Un cuento de José Ignacio Restrepo


EL HILO INVISIBLE


Cada tercer día baja por la calle de los Libertadores, cruza la plaza y se asoma hasta el Muro de los Héroes para ver esa placa de mármol con su apellido y el de su difunta esposa luego del nombre de su hijo, en el doceavo renglón tallado a pulso que dice que doce que se fueron de aquí a luchar por quejas de otros murieron en medio del bramido inacabable de las balas.

Nunca trajeron su cadáver. Probablemente porque explotó ante cargas inmensas de metralla o porque quedó atrapado entre un muro y la cadena de un tanque. O porque recibió un bombazo de un avión que no podía verlo pero que sabía que estaba por ahí. O por la salva infame de un mortero que solo busca algo que se oponga para llenarlo de huecos. Doce se marcharon, ninguno regresó con vida. Es la evidente prueba de que la guerra es un laberinto donde solo van los que no tienen otro camino que andar, ante todo porque su destino puede ser allanado por otros, hombres con poder que no tienen respeto por los demás y no les importa nada ver sus vidas o sus muertes llenas de infortunio.

Camina después por la calle Mayor, descubriendo que no han cambiado mucho las edificaciones que moran aún en sus recuerdos. Eso sí, los letreros son distintos y también los negocios, seguramente porque han pasado de padres a hijos y de estos a gente diversa, de esa que ha llegado acá después de la guerra atraída por las propiedades en buen estado a un precio favorable. También por el mar, ese lugar que aman los poetas.

Llega. Abre al público la sastrería que siempre ha tenido y tuvo antes de él su padre. Siempre le ha gustado el nombre. El Hilo Invisible. Nunca supo bien porque su padre la llamó de ese modo y ha sido motivo de elucubraciones y de conversaciones con clientes muchas veces. Incluso inspiró alguna vez una crónica en el mentidero del pueblo, que de seguro pocos alcanzaron a leer. El Hilo Invisible es aquel que todo buen satre usa para llevar a cabo su trabajo. No puede ser visto por quien lo ordenó y es la muestra de que el sastre cose de una manera tal que nunca tendrá que removerlo.

En la soledad casi permanente de la sastrería, mantiene además de ésta, otros cientos de elucubraciones sobre temas de todo tipo, que permanecen abiertas para ser visitadas en cualquier momento o ante diversos estímulos, tan variados e inexplicables como aquellos que suscita el paso de los recuerdos a cualquier hora, frente a la puerta abierta de su negocio sobrevivido.

Se prepara un café con dos cucharadas de azúcar. Mientras lo bebe, sabiendo que es el primero de los cuatro que se permite tomar a lo largo del día, elabora otra vez esa especie de oración que su cerebro traslada a la conciencia, para que Dios venga a asomarse allí y confirme que él le sigue dando las gracias por un día más de vida, pese a la lepra de las horas que, en su trámite indomeñable, le ha ido quitando más que dando.

Terminado el café se asoma al cajón de lo que tiene que terminar. No hay nada, ningún encargo con pedido urgente, señal de que este negocio suyo está cayendo poco a poco en el olvido. Ya no será El Hilo Invisible. Será El Hilo Olvidado...no es un buen nombre para una sastrería. Esos hilos que se quedan por ahí afeando el traje y obligando a cualquier cercano a pedir diculpas por el gesto, y apartarlo rapidamente del traje, no suman nada. Menos esos hilos olvidados, que sabemos que están en alguna parte, en alguno de los cajones, pero no podemos encontrar, y justo hoy, María Santísima, son urgentemente necesarios.

Elucubremos, a solas incluso, y en mitad del vacío laberinto de las horas, pero hagámoslo por una nota menos pueril e innecesaria que esta banalidad. ¿Y cuál tema de estos que aún posee tiene el ribete de importante? ¿Cuál? No tiene realmente que preguntar...

Samuel tendría entonces 34 años, si la guerra lo hubiera dejado sumar sus días con sus horas, a la simple manera que lo hacen kurdos, ladrones y cristianos. Y obviamente todos los demás. Tanta gentuza logra completar ese tiempo, sin siquiera recibir un rasguño en el cuero. No puede entender cómo no pudo oponerse a que se lo llevaran, a que mataran su única semilla como si fuera un pobre cervatillo que no tiene otro oficio que andar la encrucijada que le pusieron otros. Ese pecado ha venido cargándolo desde su muerte, y cada día le pesa más. Tanto, que cuando entra timidamente en los pasillos donde está guardado, esperándolo, el sagrado nombre de su hijo, no suena el eco de una bala, ni está pintada la palabra destierro y mucho menos cualquiera de las acepciones de la palabra olvido. Solo hay flores por todas partes, respeto ante sus fotos replicadas exactamente de las que están aún en pasillos y alcobas de la casa. Entre los vericuetos de sus inflamados escrutinios, se encuentra a cada rato con un Samuel niño, púber, adolecente. A veces lo ha visto vistiéndose frente al espejo, tiene una barba rojiza y el cabello casi al rapé. Sonríe, como si se acicalara para ir a cumplir una cita. ¿Cómo será ella, Dios mío? Ha de ser de una clasica belleza, con ojos ni claros ni oscuros, pero profundos como aquellos de su madre, que solía mirar sin ninguna dificultad en los pozos que nunca llenamos entre la hierba crecida y desigual, que rodea los muros del alma.

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martes, 3 de marzo de 2015

TRÍPTICO / Un cuento de José Ignacio Restrepo

EL PUERTO


Parece un animal moribundo puesto acá por ideas juveniles, que ahora está pasando su larga ancianidad ante los profusos embates de las olas que no logran conmoverlo ni lo abaten. Es una construcción llena de recuerdos tambaleantes, que son tantos y tan antiguos como los que transitamos aún por él, es decir, pocos para no faltar a la verdad. En días cómodos, cuando el verano no hace del sol una cosa infame que quema las cabezas calvas e impide ordenar el más simple pensamiento, suelo ir a medirlo nuevamente, a demostrar cómo cambia la fuerza y la salud contando los pasos sobre él. Últimamente no hago ni eso, me falla la memoria, el seso, y siento rabia por no cumplirle trayéndole recuerdos menoscabados e incompletos hasta la estúpida baranda de la conciencia.
Hubo aquí mucho ferroníquel. Dijeron que no acabaría nunca, pero el deseo de tener casi siempre inspira en algunos la mentira, piadosamente a lo ancho y tontamente a lo largo. Se terminó y con ello se fueron casi todos. Lo intentaron algunos turistas, pues el coloniaje en nuestro pueblo dejó construcciones hermosas que sin embargo los años han ido destruyendo, hasta los relojes que lo miden saben que el tiempo todo lo marchita. Y el largo muelle junto con los edificios del puerto se fue quedando a solas, para que los domingos los que ya éramos abuelos lleváramos a los críos que nos dejaron nuestros hijos fugitivos, y así ensayar allí esas historias de riquezas perdidas, de barcos hundidos, de piratas y famosas tormentas.
Hasta que los nietos también quisieron irse, para hacer sus propias tentativas...Por eso la memoria fascinada ha ido perdiendo sal y empuje, no hay a quien para versar de cosas tontas, ni parientes que compartan el beneficio de lo vivido. Solo retóricas largas, incesantes, sobre las cosas marchitadas, las perfidias que no merecimos, el sepulcro del mar que poco a poco lo está derribando todo, como el tiempo a mí, a mi deseo de levantarme, de caminarlo una que otra vez, de perderme entre nostalgias vaciadas y referendos que no tienen sentido.

EL ABUELO

Cada que vengo a verlo está más desgastado, aunque no puedo decir que se halle enfermo. Los primeros dos días siempre son de quejas sobre mi partida, remilgados comentarios que yo respondo con la narración de mis hechos vivos, que demuestran el desarrollo en los negocios y en otros ámbitos. Él dice que todos los jóvenes decimos lo mismo, pero que la verdad hemos abandonado lo que fue de padres y abuelos, la herencia verdadera, la cultura de la que comimos y bebimos, que como el puerto se quedó sola y abandonada. El tercer día ya está diciéndome que me vaya, que no me necesita ni yo a él, que es feo hacer de cuenta que somos algo cuando ambos sabemos que ya no somos nada...Uno no puede prenderse de los recuerdos para justificar la voluntad de hacer o no hacer, para darle sentido al sin sentido del mundo. Me dice que somos dos hombres adultos, dolorosamente hechos en la trivialidad de cosas antiguas que no significan nada, que solo compartimos un apellido y tres o cuatro recuerdos deserenados, fatigosos, revestidos de tedio y de nostalgia. Cuando vienes, me dice, me siento como el abuelo bobo, sin más temas que compartir que los que traes, dos o tres. Y me provoca salir para no tener que verte. Porque tienes esa dulzura allí en los ojos, y sé que quisieras llevarme contigo a seguir juntos la cuesta. El tramo más horrible para quien ya solo tiene sus recuerdos mal ordenados e indispuestos, pero no puedo faltarles de ese modo al respeto dejando este triste pueblo costero de una vez y para siempre...Me repites, sin usar palabras...No voy a ir a la capital, donde todos los bobos como tú se encuentran envarados en el destino crucial y diario de tentar a la suerte...Y no puedo siquiera responderle...

EL PUEBLO

La larga calle los ve sobre todo por su larga sombra. El polvo se levanta en un juego de dos o tres ordenanzas mal entendidas y hace que las muchachas se aseguren las faldas y que la gente escasa que camina por ahí se tape los ojos y se detenga. Ellos dos siguen con su paso gemelo, que deja ver que han caminado juntos muchas veces antes de esta. El más joven lleva una maleta, no tan grande como para pensar que se marcha por ver primera. Llegan al borde de la calle y se quedan allí, en silencio, esperando a que llegue el bus que va a la capital. El joven mira para arriba de la calle, y ve la iglesia y el edificio de la alcaldía donde hace unos años trabajó como secretario. Piensa que si aquella chica le hubiera tomado la palabra, todavía estaría aquí, midiendo el puerto con su abuelo y tragando polvo salino de estas calles. Pero no hacemos lo que queremos, sino lo que podemos. A veces ni siquiera éso.
El viejo mira para abajo solo un instante y luego cierra los ojos. Mira para adentro. Está sentado en una silla de mimbre viendo un alcaraván que va de aquí para allá, contrario a sus hábitos nocturnos. Debe estar enceguecido por el sol o quizá ciego del todo. El ave tropieza y casi cae, y él decide espantarlo de allí, pero el deseo de recordar es tan fuerte que permanece mirando, incluso mientras su nieto se despide y se monta al bus, dejándolo allí de pie observando para atrás, donde no hay nada, ni hay nadie...

JOSÉ IGNACIO RESTREPO Copyright ©