sábado, 28 de junio de 2014

UNO DE ESOS QUE...

¿ERA LAURA?
por José Ignacio Restrepo



Había terminado por dañarse la piel, rascando repetidamente con sus uñas esa seña tenaz de sudor seco, que llevaba horas causando un sarpullido, en el borde interior detrás de su oreja derecha. Se miró la uña para ver si tenía sangre y vio que solo había mugre, negra mugre igual a la de hollín de muelle, salina y perversa, como la otrora cochina marca de la infancia, que cargaba en el cuerpo entero por no bañarse a diario, como manda la boca de las madres, menos las que se fueron a algún otro sitio de este Caribe infernal, a una de sus playas sin senderos con algún hombre ignorante, que no sabe que tiene sexo con una que abandona el fruto de su propia carne, con la única misión de lograr alargar ese tiempo posible para dar comida, a ese calor infame de su cuerpo.

Se puso saliva sobre la herida que apenas estaba naciendo. Cuando niño su abuela le decía que allí estaban todos los remedios. Creyó ver un movimiento en la pantalla de su derecha, y se la quedó mirando fijamente, para ver qué era lo que había pasado por el pasillo del Tercero. Nada. Quién iba a ser, eran las tres de la mañana.

Aprovechó para erguirse y estirarse, algo que a veces olvidaba hacer las diez veces que sugería el manual del celador de la empresa. Cuando se doblaba, esas lentas estiradas suyas verdaderamente no le servían para casi nada. El cuerpo tomaba por horas la forma de la silla, los pies se dormían hasta el punto de hormiguear, sin que esos mil alfilerazos menguaran durante largos ratos, en sus noches silenciosas y solitarias. Era el trabajo perfecto para un amante abandonado, para un hombre aún joven pero lleno de desdén, que combatía el cansancio y las naturales ganas de dormirse, dándose fuertes palmadas en las piernas, los brazos y una que otra en la cara. Esas lo despertaban airosamente, le calentaban hasta los presumidos pensamientos, en los que Laura volvía, regresaba bañada en lágrimas de autocompasión, contándole lo mal que le había ido, lo bueno que era él comparado con ese otro al que le había hecho caso, solo para conocer los otros lados del dolor que juntos no habían padecido.

Estaba mirando el monitor, rascándose las dos pantorrillas simultáneamente, cuando vio pasar la sombra por el pasillo del Tercero, nuevamente. Era una mujer con bata a media pierna, y pelo cogido en cola de caballo. Quizá de unos treinta o menos, sí. De inmediato colocó los sensores de movimiento al principio y al final del pasillo, aún a sabiendas que no podía tratarse de cristiano alguno, pues pese a verla en apenas dos dimensiones, su paso ante la cámara la descubría como una presencia etérea, vaporosa, que no se desplazaba sobre los pies, sino sobre el quieto aire de esa zona del edificio.

Sintió correr el frío por la espalda, como si la cosa ésa hubiera saltado de la pantalla, cuatro pisos abajo, de un solo inspirado esfuerzo, para caer allí, junto a él, que en nada la requería ni la estaba molestando. Pero, era solo el miedo, inculcado por las mujeres de su vida, su madre y su abuela, y esas viejas nociones religiosas, que lo atarearon solo un poco cuando niño, en las sabatinas reuniones para sembrarle a él y a sus compañeritos de colegio, la religión de sus ancestros.

¿Qué espíritu solitario se había quedado atascado en su despedida? Seguro parte de sus sueños más rencorosos, sus dolores compartidos, lo habían convencido de retrasar el viaje, para buscar al compañero de angustia insolidario, que acaso estaba vivo, y quien sabe porqué motivo ignoraba que ella había perdido la vida y su cuerpo yacía muerto, en algún paraje frío, abismalmente frío, sin prisa de llegar al lugar donde vivían ambos.

De pronto la ve de nuevo. Va hasta el final del pasillo, hasta la puerta de las escaleras. Parece que quiere bajar, pero entonces se devuelve, lentamente, con el cuerpo en una oscilante danza, como si buscara algo, una salida en la pared, una ventana que hubiera quedado abierta por error, para saltar desde allí, y poder completar su búsqueda del álgido vacío. El cabello se le ha soltado, ahora le cubre por completo el rostro. Camina, o vuela, sí, se acerca hasta la propia cámara, que está a dos metros del suelo...

¡Dios mío!...pero si es...no, no puede ser...yo esperaba que volviera, que regresara. Pero no así. Laura, mi vida...

Una lágrima le baja por el descubierto rostro, como si pudiera verle, rascándose desesperadamente tras la oreja, sacándose sangre, sin querer, repitiendo su nombre, hasta que ya no se ve sino el pasillo solitario en la pantalla...El tercer piso, solo.

JOSÉ IGNACIO RESTREPO
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