SE TRATA
DE ZURCIR EL ALMA
por
José
Ignacio Restrepo
La tarde se marchaba, era una partida irrefrenable. El sol era ya
un cuerpo sin forma, algo frío si recordamos la mañana, en la que su luz puso a
vibrar por horas todas las superficies, todo lo que le era ajeno, consistente,
con nombre. Hasta el mediodía me había protegido, tomando jugo de chirimoya,
recluido bajo el tejido mosquitero, que era orgullo de mi madre por haber
hilado en él una pequeña imagen del papa Juan XXIII. Pero hube de salir,
pasarme unos minutos bajo la ducha grande, que está al lado del corral, y
destejer el cansancio de mi piel, pasando sin reparo el estropajo con semillas
por todo mi cuerpo, asoleada geografía con mojones que llamamos recuerdos, que
nunca son completamente tuyos por estar cruzados con otras pieles, otros
nombres, otros tiempos.
Esperaba, en medio del difuso ambiente vespertino, a una entidad,
una mujer, que sabía sería un nombre más en mi constelación plena de aforismos
y vericuetos, tortuosos unos y otros llanos, que rememorados a cualquier hora
cualquier día, podían saberme a mermelada o a envejecida aceituna, según la
circunstancia que guiara, o según el sol como hoy, hoy que la circunstancia
carece de un claro gentilicio.
El toque en el hombro. Es una señal de respeto ante mi silencio,
que es causado por su no presencia. Casi una disculpa o quizá más que eso. Su
rostro queda en el contraluz y no puedo encontrar en el instante inicial,
esa magia concebida por mi necesidad, en la noche pasada con ella, esa noche
que tendrá en mi cuerpo las marcas de excelsa virtud que solo yo puedo ubicar.
- Qué solo...
- Este dulce amargo ya desea que llegue la noche...
Y la noche nos contuvo, largamente, pues fue el deseo de sabernos,
de identificar a los que somos entre todos los demás, la que guió los momentos
que más temprano tenían una ruta más cálida aún que el sol de la mañana. La
trajeron de la capital, el padre huía de las deudas, perdió apuestas y aquí
también lo hizo, perdió también la vida, las dos quedaron solas, fundó el
estudio pero no pudo construirlo, la madre, la máquina de hacer vestidos para
todos, la hija que aprende y desprende, y desaprende, la madre que enferma y
muere, la herencia de vestir, el orgullo de saberse respetada por los otros, el
enigma, los treinta que son inevitables, la soledad del lecho, el llamado
urgente del deseo que hoy tiene mi nombre...
- Tatiana, durmamos, yo necesito mi mente mañana despejada...
Cuatro largos y espléndidos cabellos. Era
todo. Los unió con cortísimos nudos, en su cabeza puso un extremo y el otro
casi llegando a su tobillo, era irreal, indigno de una hembra terrena…Se
devolvió a buscar alguna otra cosilla, y terminó reclinado sobre el borde de un
calor casi inexistente, el recuerdo de una noche nomenclada instante a instante
con cariño, no el afecto fatal de quien corteja o se hace cortejar, sabiendo de
antemano la dirección de su entramado gesto, no. Esto era pura mermelada para
extender sobre el alma cuarteada por vivir la vida sin reposo, a como dé lugar,
incluso bajo fuego amigo.
Tatiana se había ido con el amanecer.
De seguro no quería ser observada por mis vecinos, que sabían de mi soltería inexpugnable,
lo que incitaría a que malpensaran de ella; olvidé mencionarle que ni a mi
siquiera me reparaban. Los lindantes que él distinguía eran personas demasiado
dueñas de su privacidad como para arriesgarla importunando la de alguien.
Todavía estuviera aquí, si se lo hubiera dicho, pero no, porque ella temía más
a la lengua de sus propios vecinos, que a la de los míos, era eso.
Se detuvo un momento. Estaba guardando
el suave rollito de cabellos en la cómoda, junto a los caballitos de papel, que
conservaba de otra incursión en el Efebo de Eros, y supo sin ambages que estaba
enredado en los hilos coloreados de esta mujer, cuyo orgullo mayor era ver sus
trajes puestos en los cuerpos de gente que la saludaba al entrar a la
iglesia…La noche le había mostrado de que estaba hecha la ausencia en el alma
de Tatiana, el fuego decidido, irreverente, procaz e infantil que llenaba la
extensión aun no bien medida de su piel, en cada poro, de los muslos
longuilíneos a las manos, en los dedos
señalados por el errático paso de alguna aguja cansada, que no contó a
su favor con el apoyo de un dedal sereno. Estaba casi pleno, y lo estaría del
todo en este instante, si estuviera mirándola, tocándola, respirando sin pesar
de su mismo aire.
Del teléfono público envió su primer
llamado, conociendo que ella de seguro dormiría hasta acaso una hora antes del
mediodía. La máquina reprodujo su voz, demasiado seria para asemejarse a la de hace
unas horas, y él solo dijo cuatro grandes palabras, estuve en la gloria, lo que
comprometía su libertad, al menos ahora que era honesto con su pensamiento.
Cuando ella despertara y consultara el aparato, también sabría que un nudo
fecundo se había enredado sobre ellos, la marca de las manos, de los ojos, de
las bocas estaba por todas partes en nuestros cuerpos, que ahora descansaban de
una primera gala de felicísimo encuentro.
La despertó una ráfaga, entre cálida y
húmeda, que se metió por la ventana entreabierta desde la madrugada. Miró ese
marco de madera, color oliva triste, en que tantas veces apoyó sus silenciosos
reparos, cuando veía pasar alguna joven pareja, amándose, sin censura por la
calle. Sonrió, sentía la piel caliente aun, el tacto del hombre elegido estaba
desordenadamente extendido por su cuerpo que lo recibió como a un rey, al que
no puede negarse vianda alguna pues todas sin excepción le pertenecen.
Este es ese estado que mencionan en
sus textos, por motivos distintos, curas y astrólogos. En la plenitud
exacerbada, el paso tiempo sufre un trastorno que impide a quien la siente
emprender con interés tarea alguna: se sentía empoderada, llena de esta
asombrosa emoción, las horas transcurridas en esa laguna con forma de hombre,
la habían dejado dentro de su propio mar, ahogándose de placer, de cansancio y
deseo de más.
Después de ducharse, se puso una bata
nueva, de flores, que antes había pensado muy colorida para su estado…Cual
estado...La piel que amaneció sobre ella era más joven que la de una festejante
que ha recibido el favor de ser llamada señorita. Se sintió a gusto, pensó en trabajar un poco en algunos modelos y
levanto es teléfono para pedir botones. Una llamada había entrado mientras aun
dormía.
¡Dios mío!…Se sentó. La voz algo ronca
había vibrado en su oído, como lo hiciera durante toda la noche. El calor se
aposentó en toda la casa y ella no pudo sino devolver sus pasos hasta el
fregadero y zambullir su luenga cabellera en la llave, hasta que se compuso. El
estaba seducido, enamorado, su cuerpo había sentido la magia, y ahora ella era
el adobo de la harina amasada por sus manos, la luz de esta estancia no era
nada al mediodía, comparada con la que nacería de sus ondas y esperadas
encrucijadas, dos solas almas fuertes uniéndose en un hilo nacarado, que ha
logrado zurcir la carencia, el amago, la burla de visitantes innobles para la
mejor causa de todas, en vida de hombre o mujer, que se conozca, el lento
aprendizaje de quererse en compañía, poco a poco recomponer el desgaste de las
almas…
Por José Ignacio Restrepo
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