sábado, 28 de junio de 2014

UNO DE ESOS QUE...

¿ERA LAURA?
por José Ignacio Restrepo



Había terminado por dañarse la piel, rascando repetidamente con sus uñas esa seña tenaz de sudor seco, que llevaba horas causando un sarpullido, en el borde interior detrás de su oreja derecha. Se miró la uña para ver si tenía sangre y vio que solo había mugre, negra mugre igual a la de hollín de muelle, salina y perversa, como la otrora cochina marca de la infancia, que cargaba en el cuerpo entero por no bañarse a diario, como manda la boca de las madres, menos las que se fueron a algún otro sitio de este Caribe infernal, a una de sus playas sin senderos con algún hombre ignorante, que no sabe que tiene sexo con una que abandona el fruto de su propia carne, con la única misión de lograr alargar ese tiempo posible para dar comida, a ese calor infame de su cuerpo.

Se puso saliva sobre la herida que apenas estaba naciendo. Cuando niño su abuela le decía que allí estaban todos los remedios. Creyó ver un movimiento en la pantalla de su derecha, y se la quedó mirando fijamente, para ver qué era lo que había pasado por el pasillo del Tercero. Nada. Quién iba a ser, eran las tres de la mañana.

Aprovechó para erguirse y estirarse, algo que a veces olvidaba hacer las diez veces que sugería el manual del celador de la empresa. Cuando se doblaba, esas lentas estiradas suyas verdaderamente no le servían para casi nada. El cuerpo tomaba por horas la forma de la silla, los pies se dormían hasta el punto de hormiguear, sin que esos mil alfilerazos menguaran durante largos ratos, en sus noches silenciosas y solitarias. Era el trabajo perfecto para un amante abandonado, para un hombre aún joven pero lleno de desdén, que combatía el cansancio y las naturales ganas de dormirse, dándose fuertes palmadas en las piernas, los brazos y una que otra en la cara. Esas lo despertaban airosamente, le calentaban hasta los presumidos pensamientos, en los que Laura volvía, regresaba bañada en lágrimas de autocompasión, contándole lo mal que le había ido, lo bueno que era él comparado con ese otro al que le había hecho caso, solo para conocer los otros lados del dolor que juntos no habían padecido.

Estaba mirando el monitor, rascándose las dos pantorrillas simultáneamente, cuando vio pasar la sombra por el pasillo del Tercero, nuevamente. Era una mujer con bata a media pierna, y pelo cogido en cola de caballo. Quizá de unos treinta o menos, sí. De inmediato colocó los sensores de movimiento al principio y al final del pasillo, aún a sabiendas que no podía tratarse de cristiano alguno, pues pese a verla en apenas dos dimensiones, su paso ante la cámara la descubría como una presencia etérea, vaporosa, que no se desplazaba sobre los pies, sino sobre el quieto aire de esa zona del edificio.

Sintió correr el frío por la espalda, como si la cosa ésa hubiera saltado de la pantalla, cuatro pisos abajo, de un solo inspirado esfuerzo, para caer allí, junto a él, que en nada la requería ni la estaba molestando. Pero, era solo el miedo, inculcado por las mujeres de su vida, su madre y su abuela, y esas viejas nociones religiosas, que lo atarearon solo un poco cuando niño, en las sabatinas reuniones para sembrarle a él y a sus compañeritos de colegio, la religión de sus ancestros.

¿Qué espíritu solitario se había quedado atascado en su despedida? Seguro parte de sus sueños más rencorosos, sus dolores compartidos, lo habían convencido de retrasar el viaje, para buscar al compañero de angustia insolidario, que acaso estaba vivo, y quien sabe porqué motivo ignoraba que ella había perdido la vida y su cuerpo yacía muerto, en algún paraje frío, abismalmente frío, sin prisa de llegar al lugar donde vivían ambos.

De pronto la ve de nuevo. Va hasta el final del pasillo, hasta la puerta de las escaleras. Parece que quiere bajar, pero entonces se devuelve, lentamente, con el cuerpo en una oscilante danza, como si buscara algo, una salida en la pared, una ventana que hubiera quedado abierta por error, para saltar desde allí, y poder completar su búsqueda del álgido vacío. El cabello se le ha soltado, ahora le cubre por completo el rostro. Camina, o vuela, sí, se acerca hasta la propia cámara, que está a dos metros del suelo...

¡Dios mío!...pero si es...no, no puede ser...yo esperaba que volviera, que regresara. Pero no así. Laura, mi vida...

Una lágrima le baja por el descubierto rostro, como si pudiera verle, rascándose desesperadamente tras la oreja, sacándose sangre, sin querer, repitiendo su nombre, hasta que ya no se ve sino el pasillo solitario en la pantalla...El tercer piso, solo.

JOSÉ IGNACIO RESTREPO
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domingo, 22 de junio de 2014

ESOS BELLOS FANTASMAS...


TRISTE VOZ DE LA BELLA AUSENTE

Por José Ignacio Restrepo



Es al abrir su armario que de nuevo todo comienza. No hay una foto suya, ni una prenda, o un perfume que la traiga de vuelta, a mi pesar. Y sin embargo, al colocar el batiente abierto a un lado, para sacar algo mío que sin duda necesito, el fantasma de su ser se mistifica, y brotan sus mensajes, su elegido aroma, y algo más que ahora quiero referirles, los inmensos decálogos abiertos de su bella liturgia, declamados a viva voz en este cuarto, con solo yo como testigo infame, y este frío lugar donde habito con mis cosas que la extrañan.
Son siete meses. Doscientos doce días, con sus noches. Después de descubrir ese milagro, mi sueño no es el mismo, y mucho menos mis vigilias, que apeas suceden de forma normal, como ocurrían cuando ella era mi mujer, mi bruja única y favorita, de mi amor esclava. Era entonces un hombre natural, que vivía con una mujer tan corriente para los demás como mágica para mí. Rebeca era la tilde inmensa de mi oficio terreno de vivir, sacaba terrones de su cielo inmenso y me los compartía, de una manera que día y noche agradecía, pues hacía de mi alma solitaria hasta encontrarla, una angélica ubicación de sus fantásticas cuitas y acciones.
Hoy soy… ¿Qué soy? El edecán de sus inmersiones inesperadas, el escucha inseguro de todo lo que tenga por decir, el guardador de sus ecos y ordenador de sus fogosos sin sentidos. Ay, temo perder la razón entre tanto, y no poder dejar un testimonio de esta gesta que no aprobé y mucho menos causé, pero que por su onírica elocuencia debe ser referida,  para todos los que van por esta vida descreídos, inconmovibles ante la adoración que puede hacer perder a un muerto el deseo de su merecido descanso, para optar por permanecer en un frío closet, esperando a que el amado o la amada, lo abra diariamente, para brotar escarnecidamente renovado, y compartir a la fuerza, el zumo de lo ya vivido, dentro de una vestimenta extraña de emparejamiento no consentido, pero obligadamente estatuido por una sola de las partes, la que ya no está, la que se ha ido pero permanece en sus voces y sus ecos, absolutamente viva.
Ahora mismo tengo el abierto escaparate, y todavía espero que su voz me bañe, con el tema que hoy tengo como válido. A veces, sin embargo, dejo la puerta abierta y no me dispensa con su voz. Se queda ahí callada, sin respeto por mi espera silenciosa, por ese tiempo que le entrego de manera desesperada, mientras estoy seguro que me observa reviviendo la vida pasada, esperando que su voz me reviva. Como si realmente el muerto fuera yo y no ella.
Es una posición infame, que no puedo contarle a nadie, solo a usted, que por ventura ha mirado lo que escribí, como un sincero contrato que nos une, carente de cinismo, hijo de la verdad de amar, sin saber que la eternidad nombrada por los poetas, que vive y reina en ese absoluto sentimiento, es verdad…
Me levanto, debo recuperar algo de mi vida. Voy a cerrar la puerta del armario, y saldré un rato para respirar un poco del aire mañanero, y ver lo que dejó el ayer  de este sitio, que me ha echado al olvido…
- No…no cierres…no te vayas, tú eres mi aire. Eres lo único que tengo
- Ah, por fin hablas…que manera tan sencilla de condenarme. Unas veces eres, otras es solo el silencio y esta habitación mermada, donde hasta los recuerdos se me están transformando en muros que debo rebasar, como si fuera una guerra de olvidos mal fraguados, la vida…Mi vida, porque yo aún estoy vivo, ¿lo sabías?
- Por Dios, no cierres la puerta, es horrible la soledad oscura y este aire donde no me reconozco…Al menos, déjala entornada, sí. Sal un rato, yo te espero…

Rebeca, amor, Rebeca…Cómo negarme a todo lo que pidas…Ya no puedo pelear contigo, como lo hacía en vida. Y realmente, eres lo único que tengo.
Entorno la puerta del armario, después de sacar una chaqueta, pues ese sol oculto ha logrado persuadir a las nubes de la mañana, que ya es tarde, que no está lejana la noche. Y ese viento, logrará acabar por convencerlas, de que suelten el agua que les sobra. Ya vivimos entre ecos, ese cielo y yo, sin una hora clara con que guiar dentro de nosotros esta caótica charla, que se fuga del cuarto, para seguirme a dónde vaya.
- Hasta luego, Rebeca, no demoro.
Solo silencio…Seguro se ha dormido. Con lo pequeño que es ese armario…

JOSÉ IGNACIO RESTREPO 
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viernes, 20 de junio de 2014

HECHOS PARA EL LENGUAJE DEL AMOR (UN RELATO QUE ENCUENTRAN EN MI NUEVO LIBRO)

SE TRATA DE ZURCIR EL ALMA
por 
José Ignacio Restrepo



La tarde se marchaba, era una partida irrefrenable. El sol era ya un cuerpo sin forma, algo frío si recordamos la mañana, en la que su luz puso a vibrar por horas todas las superficies, todo lo que le era ajeno, consistente, con nombre. Hasta el mediodía me había protegido, tomando jugo de chirimoya, recluido bajo el tejido mosquitero, que era orgullo de mi madre por haber hilado en él una pequeña imagen del papa Juan XXIII. Pero hube de salir, pasarme unos minutos bajo la ducha grande, que está al lado del corral, y destejer el cansancio de mi piel, pasando sin reparo el estropajo con semillas por todo mi cuerpo, asoleada geografía con mojones que llamamos recuerdos, que nunca son completamente tuyos por estar cruzados con otras pieles, otros nombres, otros tiempos.

Esperaba, en medio del difuso ambiente vespertino, a una entidad, una mujer, que sabía sería un nombre más en mi constelación plena de aforismos y vericuetos, tortuosos unos y otros llanos, que rememorados a cualquier hora cualquier día, podían saberme a mermelada o a envejecida aceituna, según la circunstancia que guiara, o según el sol como hoy, hoy que la circunstancia carece de un claro gentilicio. 

El toque en el hombro. Es una señal de respeto ante mi silencio, que es causado por su no presencia. Casi una disculpa o quizá más que eso. Su rostro queda en el contraluz y no puedo encontrar en el  instante inicial, esa magia concebida por mi necesidad, en la noche pasada con ella, esa noche que tendrá en mi cuerpo las marcas de excelsa virtud que solo yo puedo ubicar.

- Qué solo...
- Este dulce amargo ya desea que llegue la noche...

Y la noche nos contuvo, largamente, pues fue el deseo de sabernos, de identificar a los que somos entre todos los demás, la que guió los momentos que más temprano tenían una ruta más cálida aún que el sol de la mañana. La trajeron de la capital, el padre huía de las deudas, perdió apuestas y aquí también lo hizo, perdió también la vida, las dos quedaron solas, fundó el estudio pero no pudo construirlo, la madre, la máquina de hacer vestidos para todos, la hija que aprende y desprende, y desaprende, la madre que enferma y muere, la herencia de vestir, el orgullo de saberse respetada por los otros, el enigma, los treinta que son inevitables, la soledad del lecho, el llamado urgente del deseo que hoy tiene mi nombre...

- Tatiana, durmamos, yo necesito mi mente mañana despejada...

Cuatro largos y espléndidos cabellos. Era todo. Los unió con cortísimos nudos, en su cabeza puso un extremo y el otro casi llegando a su tobillo, era irreal, indigno de una hembra terrena…Se devolvió a buscar alguna otra cosilla, y terminó reclinado sobre el borde de un calor casi inexistente, el recuerdo de una noche nomenclada instante a instante con cariño, no el afecto fatal de quien corteja o se hace cortejar, sabiendo de antemano la dirección de su entramado gesto, no. Esto era pura mermelada para extender sobre el alma cuarteada por vivir la vida sin reposo, a como dé lugar, incluso bajo fuego amigo.

Tatiana se había ido con el amanecer. De seguro no quería ser observada por mis vecinos, que sabían de mi soltería inexpugnable, lo que incitaría a que malpensaran de ella; olvidé mencionarle que ni a mi siquiera me reparaban. Los lindantes que él distinguía eran personas demasiado dueñas de su privacidad como para arriesgarla importunando la de alguien. Todavía estuviera aquí, si se lo hubiera dicho, pero no, porque ella temía más a la lengua de sus propios vecinos, que a la de los míos, era eso.

Se detuvo un momento. Estaba guardando el suave rollito de cabellos en la cómoda, junto a los caballitos de papel, que conservaba de otra incursión en el Efebo de Eros, y supo sin ambages que estaba enredado en los hilos coloreados de esta mujer, cuyo orgullo mayor era ver sus trajes puestos en los cuerpos de gente que la saludaba al entrar a la iglesia…La noche le había mostrado de que estaba hecha la ausencia en el alma de Tatiana, el fuego decidido, irreverente, procaz e infantil que llenaba la extensión aun no bien medida de su piel, en cada poro, de los muslos longuilíneos a las manos, en los dedos  señalados por el errático paso de alguna aguja cansada, que no contó a su favor con el apoyo de un dedal sereno. Estaba casi pleno, y lo estaría del todo en este instante, si estuviera mirándola, tocándola, respirando sin pesar de su mismo aire.

Del teléfono público envió su primer llamado, conociendo que ella de seguro dormiría hasta acaso una hora antes del mediodía. La máquina reprodujo su voz, demasiado seria para asemejarse a la de hace unas horas, y él solo dijo cuatro grandes palabras, estuve en la gloria, lo que comprometía su libertad, al menos ahora que era honesto con su pensamiento. Cuando ella despertara y consultara el aparato, también sabría que un nudo fecundo se había enredado sobre ellos, la marca de las manos, de los ojos, de las bocas estaba por todas partes en nuestros cuerpos, que ahora descansaban de una primera gala de felicísimo encuentro.

La despertó una ráfaga, entre cálida y húmeda, que se metió por la ventana entreabierta desde la madrugada. Miró ese marco de madera, color oliva triste, en que tantas veces apoyó sus silenciosos reparos, cuando veía pasar alguna joven pareja, amándose, sin censura por la calle. Sonrió, sentía la piel caliente aun, el tacto del hombre elegido estaba desordenadamente extendido por su cuerpo que lo recibió como a un rey, al que no puede negarse vianda alguna pues todas sin excepción le pertenecen.

Este es ese estado que mencionan en sus textos, por motivos distintos, curas y astrólogos. En la plenitud exacerbada, el paso tiempo sufre un trastorno que impide a quien la siente emprender con interés tarea alguna: se sentía empoderada, llena de esta asombrosa emoción, las horas transcurridas en esa laguna con forma de hombre, la habían dejado dentro de su propio mar, ahogándose de placer, de cansancio y deseo de más.

Después de ducharse, se puso una bata nueva, de flores, que antes había pensado muy colorida para su estado…Cual estado...La piel que amaneció sobre ella era más joven que la de una festejante que ha recibido el favor de ser llamada señorita. Se sintió a gusto,  pensó en trabajar un poco en algunos modelos y levanto es teléfono para pedir botones. Una llamada había entrado mientras aun dormía.

¡Dios mío!…Se sentó. La voz algo ronca había vibrado en su oído, como lo hiciera durante toda la noche. El calor se aposentó en toda la casa y ella no pudo sino devolver sus pasos hasta el fregadero y zambullir su luenga cabellera en la llave, hasta que se compuso. El estaba seducido, enamorado, su cuerpo había sentido la magia, y ahora ella era el adobo de la harina amasada por sus manos, la luz de esta estancia no era nada al mediodía, comparada con la que nacería de sus ondas y esperadas encrucijadas, dos solas almas fuertes uniéndose en un hilo nacarado, que ha logrado zurcir la carencia, el amago, la burla de visitantes innobles para la mejor causa de todas, en vida de hombre o mujer, que se conozca, el lento aprendizaje de quererse en compañía, poco a poco recomponer el desgaste de las almas…

Por José Ignacio Restrepo 
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sábado, 7 de junio de 2014

NO SIRVE CONTAR OVEJAS...

EL VISITANTE


El reloj de la mesilla señalaba casi las cuatro, cuando Rogelio se despertó creyendo haber escuchado un ruido. Se quedó quieto, esperando, sin saber si quedarse en la cama, o ir a ver que era lo que creía haber oído. Nada. Solo sentía el fuerte  latir de su corazón. Su ronco, entristecido y gastado corazón. Miró el cielo raso de su alcoba, donde estaban las cuatro secciones, que desde hace tiempo recibían la atención profusa de sus pensamientos. Las dos esquinas que lindaban con la ventana, las más alejadas de su cama, eran como los cofres de donde sobresalían las cartas respondidas por Raquel, los deseos virtuosos de su madre para que todo le saliera bien, las sonrisas querendonas y plácidas de su último amor, y los recuerdos de ese pasado feliz, cuando viajó, amó, fue amado y le favoreció la suerte. Las otras dos, que estaban a su derecha e izquierda, eran como altares vacíos, ánforas llenas de un líquido viscoso, que rezumaban dolor y podredumbre, pues en ellas guardaba todo lo que no había hecho o lo hecho mal, los errores sin prédica, aquellos tormentos a los que sometió a quienes iban junto a él porque lo amaban. Largas secuencias de imágenes hechas de terror, hace tiempo vividas para darse al olvido, pero que por su abundancia permanecían allí, asomadas sin posibilidad de pasar a ningún otro sitio del cuarto, mirándolo. 
Cada que su sueño se suspendía en mitad de la noche, Rogelio estaba obligado a elegir qué esquina del techo de su cuarto le tendría como visitante o prisionero, hasta que la luz del día finalmente le recogiera resquebrajado y confundido, incapaz de enfrentar con el carisma de otras épocas, la marcha caprichosa de las horas, que después sobrevendría.
Hoy, sin embargo, Rogelio no quiere posar sus ojos en ninguna de las equinas tórridas, tristes, episódicas que sostienen su vida pasada. Se ha quedado escuchando su corazón, esperando por un ruido que debe repetirse. Cree que alguien o algo ha entrado sin su permiso, a robar, o hacerle daño, quizá. Pero, el maldito ruido no se repite, y él lucha por no mirar alguna de esas esquinas, donde está todo lo suyo, lo ido y lo que está por venir, sobre la pintura azul blancuzco, que a esta hora alcanza a brillar un poco.
Rogelio se pone de pie. Decide ir a la cocina y prepararse algo, pues sospecha que lo que tiene es hambre. Prende la luz, son las cuatro y diez. Será difícil esperar el amanecer, sin pensar en sí mismo. Tarea inédita, pues cada vez que el insomnio le dejó allí, siempre encontró en él mismo los interrogantes medidos, el caprichoso rumbo de unos pasos que ya no parecían los suyos, repasando del cuarto hasta la cocina, hasta dar con el obsequioso final de lo bien logrado. Aunque solo fuera por la limosna de reconocimiento, que todo lo perdona si existes todavía, si hay forma de reivindicar lo que ya se fue, y no puede volver.

-  Ah...Eras tú...

Subido sobre el mesón de la cocina, un pequeño bribón de grandes orejas blancas le miraba, dudoso de seguir comiéndose esas migas de pan, encontradas como dádiva para su hambre feroz. Se observaban, fijamente, pues ambos eran los culpables de interrupciones sucesivas. Primero el ratón por despertarlo, y luego él, por venir a ver qué era lo que se escuchaba, y sin saberlo detener su furtiva colación.
Rogelio sufrió un contrastante estímulo,  mientras miraba en sostenido a su pequeño visitante. De repente supo, porque no era bueno refugiarse en el techo de su alcoba, buscando refugio en lo que ya no tenía remedio. O acaso, observando el porvenir, lleno de dudas o temor. Ese ratón, le había traído la respuesta. Ahora estaba comiendo las últimas sobras de pan, y ya no prestaba importancia a su presencia. 
Eso era. Solo debemos nuestra fe al presente, esas migas de harina eran para él la diferencia entre el hambre y la saciedad, y si yo no era comida, no tenía por qué brindarme su atención...
En un momento, mientras cambiaba el chip de su ánimo sobresaltado por uno nuevo, confiado y dispuesto, el ratón terminó de comer y simplemente se ocultó. No pudo agradecerle, darle una mirada cariñosa, recién hecha en su espíritu, por ese bien que le trajo con su presencia golosa que apenas duró un instante, su mudo discurso sobre el quehacer de los sobrevivientes, ese que como ratón dominaba, y que Rogelio apenas empezaba a probar como un nuevo territorio de vida...

JOSÉ IGNACIO RESTREPO 
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martes, 3 de junio de 2014

Y LAS ALMAS VAGAN...


LA MIRADA HUECA
por
José Ignacio Restrepo




De haber sabido no hubiera llegado a esta hora, con esta lluvia sin término, esta barra casi vacía, esta noche incompleta que muy poco promete. Ahora mismo que mira y vuelvo a verla, no parece posible que prospere, pues casi siempre deduzco si es prudente, o acaso lo contrario, inconsecuente. Es real que los extremos matan esa simpática conducta tan humana, llamada así sin más, conversación. Hablan mejor aquellos, que en medio de todo tienen poco que decir, y no les hace falta en esa vía nutrir lo que ya llevan de equipaje. Los ojos de esa gente a medias hecha, son de escaso parlamento, pero igual. Su sazón de creíbles los acerca, los deja en esa zona que es factible, poseer por lo menos, si intermedian, dos o más mutuos acercamientos, visiones del afuera que hay por dentro.
Ella mira sin ganas la ventana. Sus botas están secas y brillantes, igual que ese peinado que parece sacado con cuidado de una Vogue, editada bellamente en los noventa. Su semblante es vivaz, noir, como todo el bello maquillaje; y se ve joven, resuelta en su silencio, pero incapaz de irse con toda su atildada indumentaria, para ninguna fiesta, sabiendo o sospechando que la hay, en algún sitio distante una la espera, y en ella algún ser que tenga el alma a salvo de esta inhóspita tormenta. Un temporal de goteras como arroz, que ahora pudre la calle, llena de huecos que bajo el agua simplemente no se ven. Él la mira sin pausa. En esa barra parece un faro inmenso, que no tiene con él sino a otro ser, un hombre gris de rostro avejentado, que aunque es joven, parece llevar sobre su espalda, de muy mala manera, muchas experiencias bajas, de carácter irrepetible. Se contemplan varias veces, durante un mismo minuto, segmentado y sereno.
Ella deja la mesa, y lentamente entra al toilette, que está cerca de la cerrada puerta. Esa pesada lámina de madera que salva a este lugar del viento frío, separando este lugar de la húmeda calle, donde el clima decide que más agua es necesaria, que debe caer más de la que cae desde hace rato. Él se pone de pie, ya convencido. Toma su trago, con la fe de un sabio en cosas secretas, se alienta sin la pena de cualquiera, y haciendo lo que nadie haría nunca para acercarse a un desconocido, toma asiento en la silla de la ausente, en su propia mesa, esperando que vuelva, que regrese.
Ella lo ve en su mesa, cuando sale, y se detiene mirando, dos instantes. Se acerca con confianza, y va y se sienta, sin siquiera mirarlo, en la silla adyacente a esa en que estaba un minuto antes. Extrae un cigarrillo de la caja, y la mira, algo húmeda en la esquina donde la ley advierte que esta cosa es nociva para la salud, que es veneno, como casi todo. Parece estar pensando con los ojos, cuando mira a ese hombre entrometido, que sigue allí en silencio, mirando sin mirar el frente, casi poniéndole precio a su silencio, o un valor al silencio para que se vaya de allí. Una queja a destiempo, no. Ella no es de ésas, ya no, antes fue de las que hablaba cualquier cosa, para hacer de la vida, cualquier otra…
-    Espero tenga fuego…
Él demora apenas un instante, en comprender que es ése el pasaporte. Ya lo hizo hace rato allí en la barra, cuando ella no vio que él la miraba. Suspendió la mirada en cada cosa de ese sitio inmenso donde ella posó antes su mirada,  la mesa, el reflejo de su bello atuendo, ese silencioso modo de moverse en su centro mismo, en ese lánguido escenario, la pierna que somete a su gemela moviendo sin embargo todo lo que hay al frente.
-   Siempre llevo herramientas para poder conversar, han salvado mi vida…
Ella no pudo evitar mirarlo. Lo dicho era tan innecesario, tan amplio, tan carente de esa solitaria garantía, es decir, si, si tengo, o no, por el contrario, ya no fumo. Esto que contestó, sin asidero, deja todo regado por el suelo, de manera que el bar, es ya otro sitio distinto del que era. Él le acerca la llama con cuidado, y ella observa sus manos bien cuidadas. Luego salta a sus ojos mientras da una chupada, sigilosa, no muy fuerte, pues no posee el hábito, cosa que es intrascendente, pero que él también nota. Y es por ahí, que descuelga su franqueza, y derriba ella misma cualquier muro, que a fe suponga él en este instante que cuelga, tenga ella.
-    Casi no fumo. Pero ha comenzado a hacer frío, y esto que estoy tomando, me ha congelado el estómago, en vez de calentarlo…
-     Todo eso se puede corregir, con solo hacer una mínima seña…
Él levanta su mano, chasquea hacia la barra, donde atento el cantinero le contesta, con esa otra mirada, la que vende. Él señala su vaso, y alza el índice y el anular, y el barman asiente. Dos vodkas, con hielo, eso es. Las palabras abundan por lo pocas, esas dicen sin embargo tantas cosas.
-    Tomo vodka, con dos que te bebas te calentará todo el cuerpo, y no son suficientes para embriagarte, como supongo que es lo que deseas.
Ella lo miró alzando si ceja izquierda, eterna exclamación sin voz que hacen las mujeres con su rostro, desde esa lejana época de Humphrey Bogart, y la Dietrich, y todas esas bellas y feroces bestias hermosas de Hollywood, que expresaban sin decirlo, que interesante, jamás lo hubiera sospechado, que galante, lo encuentro fascinante…
-     Sí. Está bien. Realmente no quiero ir a embriagarme…
-   …porque ya te vas, a ver si encuentras al que te dejo aquí envarada, en medio de esta lluvia inverosímil, y así poderle decir de qué se muere la gente cuando te dice, si, si, ya voy llegando, es solo que hay líos con el tráfico, pero no llega, el cel no responde, la buena comunicación ha muerto…
No valía la pena, quejarse, después de permitirle quedarse en su mesa, y darle fuego. Estaba metida, como piedrita en el zapato, en mitad de cruce de hora pico, entre San Cayetano y Laderas. Se comenzó a tomar su vodka, mientras le miraba un poco más. Su ropa era buena, y su calzado de una marca italiana. A juzgar por su temperamento, era tan dueño de si, que a su lado amistoso se despejarían todas las dudas, aun antes de surgir. Su rostro estaba serio, pero tenía trazas de una sonrisa consuetudinaria, las cicatrices imponderables de todo ser confiable.
-   No llegó, y me dijo que lo haría en veinticinco minutos, a eso de las seis y veinte de la tarde. Ya son las 8 y 5. Y su celular está apagado. Eres una persona muy observadora. También te dejaron plantado, ¿no es así?
-    No, yo vengo a este bar, a olvidar y trabajar, ahora mismo estoy tomando vodka, que me ayuda a olvidar. Mi laptop está guardada, el barman la coloca bajo la barra, hasta que llega la hora de irme.
-    Y,  ¿en qué trabajas?
-    …me investigo…soy escritor…
Esa respuesta la dejó aún más asombrada, de lo que ya estaba. Si hubiera sido emitida al contrario, es decir, soy escritor e investigo, no sería nada particular. Pero, bueno. Este hombre era para decirlo llanamente, un caso extraño e interesante. Debía decidir si se quedaba o se iba, pues era tarde.
-   Tienes que irte…
Ave María, purísima, era un verdadero lector de mentes.
-   …pero, estás a punto de quedarte. Tienes que averiguar por qué diablos mencioné que me investigo, y luego dije, que soy escritor. Bueno, te voy a dar algo a cambio de nada, para que te quede claro, sea que decidas hacerme un rato más de compañía, o te vayas a buscar a ese impenitente, para darle, dices tú, su merecido, que terminará por ser una amonestación, que no es más que un gesto inveterado, que él sin duda tomará como su pasaporte de perdón y olvido…
Ella no podía ocultar su temporal fascinación, hacia este hombre desconocido, que poseía tanta información sobre ella, basada en la observación de acaso una hora larga, desde que había arribado a ese bar. Y al no inquirir, el simplemente siguió de largo…
-    Me desperté en un hospital una tarde de viernes, tras estar casi tres años en un coma inducido. Fui atropellado por un auto sufriendo graves fracturas, pero al recuperar la conciencia y todo lo demás, en algún punto desconocido, había dejado olvidada mi memoria.
Él la miró. Esperaba que aquella introducción le hubiera quitado la prisa por marcharse. Ella apoyaba su pequeña barbilla en la mano derecha empuñada, signo ampliamente aceptado en todas las aulas de clase, como señal de encantamiento con el tema propuesto por el docente. Lo miraba inquisitivamente, pero con la confianza ganada, por esos minutos antecedentes de respetuoso quehacer de aproximación. Y él continuó.
-   Cuando salí, comprobé que mis fotografías en los periódicos, y en algunos carteles en el área céntrica, nadie los había reconocido. El hospital consideró que ya estaba sano y me dio de alta. Me decían José Paredes, para nombrarme de algún modo. Salí sin pagar un solo peso, por disposición administrativa. Con un poco de dinero, que me había regalado un compañero del hospital, alquilé una habitación, y comencé por mis propios medios a tratar de averiguar quién era, de dónde había venido, en qué lugar cercano o distante acaso estaba esperando mi familia. ¿Tendría una familia?
Pero, lo primero era conseguir mis documentos. Ya en la Notaría, averiguaron que no  tenía documentos, ni antecedentes, y que mi lugar de residencia debía ser otro país. En mi situación, solo podían extenderme una cédula de ciudadanía temporal, de extranjería, mientras daban con mi origen, mi verdadera nacionalidad, y todo lo demás.  Mientras tanto, me llamo Félix, como el gato. Mis apellidos, temporales, son Galván Asturias.
Y le extendió la mano, haciendo lo propio con su sonrisa, que le iluminó la cara de una forma inconcebible, habida cuenta de que la había conservado hasta ese momento, tensa y luctuosa. Ella le saludó, dispuesta, ya tendido  ese puente singular con tan buenos anclajes, le dio su mejor sonrisa pues apenas se había dado cuenta, que simplemente había cesado de llover.
-  Mi nombre es Rita, y a mí también me gustaría cambiarlo, pero ¿cómo hace una luego para controvertir a todos aquellos que se acercan a acusarte, de que no tienes autoestima, de que te falta amor propio, y todas esas pendejadas? Me gustaría llamarme Pandora, sin apellidos. Es sugestivo, misterioso, conectado con la fábula y lo mítico, muy semejante a lo que soy, o lo que supongo que soy…
-   Pero, Rita es muy bello. Una tal Rita Hayworth convenció a millones de hombres de su época, que era la mujer más bella y deseada. Y no solo eso, también convenció a millones de mujeres sobre cómo vestirse, hablar, callar, caminar, y todo lo demás. Hace parte de nuestro imaginario colectivo. Es lo que llamamos un ícono. Muchos soldados llevaban su foto en los uniformes, y fue el último rostro femenino que seguramente observaron antes de perder la vida, en batalla.
Ella estaba mirándolo, como se miran esas cosas gigantes, detenidamente. Tal vez luciera estúpida. Sus ojos tenían eso que tienen aquellos que ven por vez primera el mar, o la torre Eiffel. Se dio cuenta que era evidente la manera como lo veía, y corrigió ese status, templando el ceño, esa porción  de carne tan sensible a la conciencia, que separa ambos ojos y restituye a la frente las arrugas que tendrás algún día. Por su parte, él había perdido un poco la noción y sentido del instante, el guión que llaman los screenwriters, eso que explica el cómo del porqué, del cuándo de ese quién que mueve todo, su continuity en este momento se hallaba un poquito fragmentado, pues los ojos de esta mujer de verdad tenían el poder de ensimismarlo a uno, pero en ella. Recobró sin embargo, el hilo de su propia historia.
-   A veces quisiera tener una guerra ajena que pelear, para olvidar que tengo que levantarme cada día a buscarme sin tregua en los ojos de la gente, de cualquiera que pase, en alguien que se detenga a mirarme, espontáneamente porque me ha visto antes en alguna parte, o conoce algo de mí o de mi familia. Llevo todos los días aguardando ese gran premio que no sé si merezco o no merezco. Porque no hay castigo peor que no conocer el trámite vivido por ti en tu propia historia, es una batalla sin fin en la que ignoras los motivos reales de la lucha, aquellos que hacen a cada hombre y mujer de este planeta, poner el pie sobre el suelo cada mañana, y cerrar los ojos esperanzado, cada noche ante la llegada solícita del sueño.
Los ojos de ella habían pasado de sorprendidos a interesados, y luego de quedar bajo la hipnosis de su historia, estaban dando ahora señas certeras de estar humedecidos por la tristeza, ya totalmente conmovidos por lo que él decía. Pasaba por ese instante de la conversación, en que casi sin advertirlo todo interlocutor toma el papel de su igual, se hace de sus carnes, de su conciencia, e intenta caminar como sea, aunque sea bajo las condiciones que determine su propia forma de comprender la secuencia, esa ruta dificultosa e insegura, que el que narra expresa con cuidado estar ahora mismo transitando. Las emociones estrechan el vínculo momentáneo, disminuyen la distancia que los separa, justo cuando uno de ello, o ambos, como en este caso, experimentan involuntariamente esa sensación de estar dentro del otro, de sentir intensamente cada una de sus palabras, hasta el punto de sufrirlas, de encadenarlas en su carne propia, a lo que eran hasta ese instante.
-  Sé que sonará inconsistente, y acaso sea una insensibilidad de mi parte, pero debe estar faltando por hacer algo, ocurre aquí que por tener las cosas tan cerca y frente a nuestros ojos, no podemos observar con el cuidado que merece cada detalle. Algo tan pequeño y vital, que no es posible determinar como el desencadenante de toda esta historia tuya…
Lo había nombrado como suyo. En el uso facultado del pronombre, ella había admitido serle ya, una persona especial, alguien de quién no vas a separarte, a quien se tendrá fidelidad, casi como la que guardaba no hace mucho por el sujeto que fue a llamar desde el baño, y que la devolvió azorada al no contestar su llamado, sabiendo que estaba sola, sin compañía, en la noche fría y lluviosa del downtown. Nombrar lo tuyo como cosa mía, es reconocer que no me va a ser nada fácil, irme luego y olvidar todo lo que has escuchado, todo lo que has sentido y pensado. En los ojos, y en esa forma de llamar lo del otro como propio, puede sentirse ya el brote innegable de una yema delicada pero firme, y entonces podemos admitir como cierta, la premisa indulgente y benemérita de haber sembrado nuestra verdad en el ser del que escucha, logro no siempre fácil de conseguir entre dos que apenas se conocen, sobre todo en esta época de desconfianza inmediata por todo lo ajeno, ante el peligro constante de perder la línea de acción, la compostura, el peso de lo personalmente categórico, si se aminora la distancia frente a otro, y lo que dice ser y llevar sobre su espalda.
-   Hace apenas una semana, estaba sentado aquí contando estas mismas cosas a otra mujer. Su nombre es Diana, y es periodista; se conmovió también, bueno, eso pensé, pues quedo de investigar  “mi caso” como ella lo llamó. Creo que estaba sola, y solo quería estar un rato conmigo, y hacer el amor, eso que llaman amor, los que poco saben de eso. Llamé al periódico, y me dijeron que ya no trabajaba allí. Dos veces con esa, mi historia se fue a caminar en manos de no se sabe quién, seguramente para nutrir otra conversación, sobre un loco que no recuerda quién es, a la hora de almorzar o en medio de un juego de parchís.
El ánimo ciertamente decaía. Rita no pensó mucho, y le tomó la mano, que había quedado descansando sobre el borde más cercano, en la húmeda mesa, que les servía de contexto. Él la miró, cálidamente, y luego recuperó la mano para tomar el vaso, y beber lo que quedaba en él, que era un restito de vodka con mucha agua, los hielos que ya se habían derretido. Con sus grandes ojos le preguntó si bebería algo más o se iría a su casa. Ella con la mirada lo absolvió, pues su tristeza era tal, que se transparentaba.
-    Cantinero…
La voz de Rita, llenó sorpresivamente el ambiente callado del bar.
-   …tráiganos, otros dos tragos, por favor…
Una sonrisa llenó el rostro de él, tras largo rato de ser esperada, y se mostró el tiempo suficiente para que ella, se sintiera recompensada. Ella retomó la conversación y le ofreció una parte de su tiempo para llevar a cabo una búsqueda sobre su último rastro, tomando como punto de apoyo el día y la hora del accidente, cosas que se conocían, y haciendo un barrido sobre otros pormenores, como las etiquetas de su ropa. Con el aliciente de su rostro esperanzado, Rita tuvo esa serenidad para soñar con él una posibilidad remota como si fuera un logro cercano, un objetivo serio y alcanzable.
Luego de esto él se dirigió al servicio, dejándole una sonrisa prometedora. Ella vio por primera vez lo alto que era, lo bien proporcionado y afable, el garbo de su paso midiendo la distancia hasta el toilette. Se dijo para ella, que era en verdad una tristeza, que un tipo como este tuviera perdido su historial. Se notaba a leguas que era alguien de verdad educado, una persona de recia moral, como casi ya no abundan. Y eso era doblemente triste, así como poder comprobar, que su caso de desaparición en vida estaba completo y bien cimentado, pues ni los propios médicos habían podido ayudarlo a recobrar su memoria, ese bien irreparable si se destroza con algo.
Rita comenzó a tomarse su segundo vodka, que estaba francamente delicioso. Ya estaba lo suficientemente entonada con la misión, como para buscar nuevas variaciones, y poder ofrecerle a su nuevo amigo alguna probable solución, en ese trámite que aún no comenzaba de buscar la huella de sus propios pasos. Se dio cuenta que habían transcurrido más de cinco minutos, cuando los cubos de su vaso se deslieron por completo. Félix no regresaba, y el bar se había quedado, solo con ella y el cantinero. Determinada, fue hasta la puerta del servicio, y tocó con su puño cerrado, levemente, mencionando el nombre de su amigo.
Repentinamente, el cantinero se le acercó por detrás, con solícito respeto…
-   Señora…
-   ¿Si? qué pasa…
La cercanía inmotivada del barman, le causó un cierto desagrado.
-   …ese es el servicio de los varones. El siguiente es el de las damas…
-    Si, lo sé…Es que mi amigo ha entrado aquí hace más de cinco minutos, y ni siquiera se escucha que haya alguien adentro…
-   Porque no hay nadie, señora. Desde su primer vodka, estamos solo usted y yo, en el bar…Y en el baño de hombres, no hay nadie…
El hombre abrió la puerta y con una mirada cándida la invitó a ver en su interior, para que fuera su conciencia y no la palabra de él, la que le hiciera luz a cualquier pregunta posterior que ella tuviera por hacer. Rita dio dos pasos adentro del servicio, y comprobó que era verdad lo que el barman le había dicho.
-   Pero, esto no puede ser. Llevo hora y media conversando con un hombre, de uno ochenta, apuesto, de cabello café y ojos claros. Está bien vestido, con chaqueta azul petróleo, y zapatos de cuero. No puedo estar tan loca como para no darme cuenta de lo que sucede alrededor, o inventarme semejante cosa…
El barman se sentó con ella, en la misma silla en que estuvo sentado el referido Félix. Comenzó por contarle sobre un accidente de tráfico, que había ocurrido hacía casi tres años, al cruzar la calle. Había muerto un hombre allí, instantáneamente. El hombre que ella describía, con el que había conversado sobre su memoria perdida y la imposibilidad de recuperarla, era ése que había perecido tras el impacto de un automóvil, sobre la calzada. Le explicó, que de cuando en cuando se aparecía, se sentaba allí, adentro, y solo en raras ocasiones alguien lograba verlo, y conversar con él, como ella lo había hecho.
A renglón seguido, el barman dio su cuenta por cancelada, y la invitó a no divulgar lo sucedido, pues le haría mucho mal a su negocio.
Rita tomó su bolso, y se caló el abrigo. Repentinamente, sonó su celular…Del otro lado una voz reconocida…
-   Rita, mi amor… ¿Dónde te habías metido?

JOSÉ IGNACIO RESTREPO
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