LA MIRADA
HUECA
por
José Ignacio Restrepo
De haber sabido no hubiera llegado a esta
hora, con esta lluvia sin término, esta barra casi vacía, esta noche incompleta
que muy poco promete. Ahora mismo que mira y vuelvo a verla, no parece posible
que prospere, pues casi siempre deduzco si es prudente, o acaso lo contrario,
inconsecuente. Es real que los extremos matan esa simpática conducta tan
humana, llamada así sin más, conversación. Hablan mejor aquellos, que en medio
de todo tienen poco que decir, y no les hace falta en esa vía nutrir lo que ya
llevan de equipaje. Los ojos de esa gente a medias hecha, son de escaso
parlamento, pero igual. Su sazón de creíbles los acerca, los deja en esa zona que
es factible, poseer por lo menos, si intermedian, dos o más mutuos
acercamientos, visiones del afuera que hay por dentro.
Ella mira sin ganas la ventana. Sus botas
están secas y brillantes, igual que ese peinado que parece sacado con cuidado
de una Vogue, editada bellamente en los noventa. Su semblante es vivaz, noir, como
todo el bello maquillaje; y se ve joven, resuelta en su silencio, pero incapaz
de irse con toda su atildada indumentaria, para ninguna fiesta, sabiendo o
sospechando que la hay, en algún sitio distante una la espera, y en ella algún
ser que tenga el alma a salvo de esta inhóspita tormenta. Un temporal de
goteras como arroz, que ahora pudre la calle, llena de huecos que bajo el agua
simplemente no se ven. Él la mira sin pausa. En esa barra parece un faro
inmenso, que no tiene con él sino a otro ser, un hombre gris de rostro
avejentado, que aunque es joven, parece llevar sobre su espalda, de muy mala
manera, muchas experiencias bajas, de carácter irrepetible. Se contemplan
varias veces, durante un mismo minuto, segmentado y sereno.
Ella deja la mesa, y lentamente entra al
toilette, que está cerca de la cerrada puerta. Esa pesada lámina de madera que
salva a este lugar del viento frío, separando este lugar de la húmeda calle, donde
el clima decide que más agua es necesaria, que debe caer más de la que cae
desde hace rato. Él se pone de pie, ya convencido. Toma su trago, con la fe de
un sabio en cosas secretas, se alienta sin la pena de cualquiera, y haciendo lo
que nadie haría nunca para acercarse a un desconocido, toma asiento en la silla
de la ausente, en su propia mesa, esperando que vuelva, que regrese.
Ella lo ve en su mesa, cuando sale, y se
detiene mirando, dos instantes. Se acerca con confianza, y va y se sienta, sin
siquiera mirarlo, en la silla adyacente a esa en que estaba un minuto antes. Extrae
un cigarrillo de la caja, y la mira, algo húmeda en la esquina donde la ley
advierte que esta cosa es nociva para la salud, que es veneno, como casi todo.
Parece estar pensando con los ojos, cuando mira a ese hombre entrometido, que sigue
allí en silencio, mirando sin mirar el frente, casi poniéndole precio a su
silencio, o un valor al silencio para que se vaya de allí. Una queja a
destiempo, no. Ella no es de ésas, ya no, antes fue de las que hablaba
cualquier cosa, para hacer de la vida, cualquier otra…
-
Espero tenga fuego…
Él demora apenas un instante, en
comprender que es ése el pasaporte. Ya lo hizo hace rato allí en la barra, cuando
ella no vio que él la miraba. Suspendió la mirada en cada cosa de ese sitio
inmenso donde ella posó antes su mirada, la mesa, el reflejo de su bello atuendo, ese
silencioso modo de moverse en su centro mismo, en ese lánguido escenario, la
pierna que somete a su gemela moviendo sin embargo todo lo que hay al frente.
-
Siempre llevo herramientas para poder conversar, han salvado mi vida…
Ella no pudo evitar mirarlo. Lo dicho era
tan innecesario, tan amplio, tan carente de esa solitaria garantía, es decir,
si, si tengo, o no, por el contrario, ya no fumo. Esto que contestó, sin
asidero, deja todo regado por el suelo, de manera que el bar, es ya otro sitio
distinto del que era. Él le acerca la llama con cuidado, y ella observa sus
manos bien cuidadas. Luego salta a sus ojos mientras da una chupada, sigilosa,
no muy fuerte, pues no posee el hábito, cosa que es intrascendente, pero que él
también nota. Y es por ahí, que descuelga su franqueza, y derriba ella misma
cualquier muro, que a fe suponga él en este instante que cuelga, tenga ella.
-
Casi no fumo. Pero ha comenzado a
hacer frío, y esto que estoy tomando, me ha congelado el estómago, en vez de
calentarlo…
-
Todo eso se puede corregir, con solo hacer una mínima seña…
Él levanta su mano, chasquea hacia la
barra, donde atento el cantinero le contesta, con esa otra mirada, la que
vende. Él señala su vaso, y alza el índice y el anular, y el barman asiente.
Dos vodkas, con hielo, eso es. Las palabras abundan por lo pocas, esas dicen
sin embargo tantas cosas.
-
Tomo vodka, con dos que te bebas te calentará todo el cuerpo, y no son
suficientes para embriagarte, como supongo que es lo que deseas.
Ella lo miró alzando si ceja izquierda, eterna
exclamación sin voz que hacen las mujeres con su rostro, desde esa lejana época
de Humphrey Bogart, y la Dietrich, y todas esas bellas y feroces bestias
hermosas de Hollywood, que expresaban sin decirlo, que interesante, jamás lo
hubiera sospechado, que galante, lo encuentro fascinante…
-
Sí. Está bien. Realmente no quiero ir a
embriagarme…
-
…porque ya te vas, a ver si encuentras al que te dejo aquí envarada, en medio
de esta lluvia inverosímil, y así poderle decir de qué se muere la gente cuando
te dice, si, si, ya voy llegando, es solo que hay líos con el tráfico, pero no
llega, el cel no responde, la buena comunicación ha muerto…
No valía la pena, quejarse, después de
permitirle quedarse en su mesa, y darle fuego. Estaba metida, como piedrita en
el zapato, en mitad de cruce de hora pico, entre San Cayetano y Laderas. Se
comenzó a tomar su vodka, mientras le miraba un poco más. Su ropa era buena, y
su calzado de una marca italiana. A juzgar por su temperamento, era tan dueño
de si, que a su lado amistoso se despejarían todas las dudas, aun antes de
surgir. Su rostro estaba serio, pero tenía trazas de una sonrisa
consuetudinaria, las cicatrices imponderables de todo ser confiable.
-
No llegó, y me dijo que lo haría en veinticinco minutos, a eso de las
seis y veinte de la tarde. Ya son las 8 y 5. Y su celular está apagado. Eres
una persona muy observadora. También te dejaron plantado, ¿no es así?
-
No, yo vengo a este bar, a olvidar y trabajar, ahora mismo estoy tomando
vodka, que me ayuda a olvidar. Mi laptop está guardada, el barman la coloca
bajo la barra, hasta que llega la hora de irme.
-
Y, ¿en qué trabajas?
-
…me investigo…soy escritor…
Esa respuesta la dejó aún más asombrada,
de lo que ya estaba. Si hubiera sido emitida al contrario, es decir, soy
escritor e investigo, no sería nada particular. Pero, bueno. Este hombre era
para decirlo llanamente, un caso extraño e interesante. Debía decidir si se
quedaba o se iba, pues era tarde.
-
Tienes que irte…
Ave María, purísima, era un verdadero
lector de mentes.
-
…pero, estás a punto de quedarte. Tienes que averiguar por qué diablos
mencioné que me investigo, y luego dije, que soy escritor. Bueno, te voy a dar
algo a cambio de nada, para que te quede claro, sea que decidas hacerme un rato
más de compañía, o te vayas a buscar a ese impenitente, para darle, dices tú,
su merecido, que terminará por ser una amonestación, que no es más que un gesto
inveterado, que él sin duda tomará como su pasaporte de perdón y olvido…
Ella no podía ocultar su temporal
fascinación, hacia este hombre desconocido, que poseía tanta información sobre
ella, basada en la observación de acaso una hora larga, desde que había
arribado a ese bar. Y al no inquirir, el simplemente siguió de largo…
-
Me desperté en un hospital una tarde de viernes, tras estar casi tres
años en un coma inducido. Fui atropellado por un auto sufriendo graves
fracturas, pero al recuperar la conciencia y todo lo demás, en algún punto
desconocido, había dejado olvidada mi memoria.
Él la miró. Esperaba que aquella
introducción le hubiera quitado la prisa por marcharse. Ella apoyaba su pequeña
barbilla en la mano derecha empuñada, signo ampliamente aceptado en todas las
aulas de clase, como señal de encantamiento con el tema propuesto por el
docente. Lo miraba inquisitivamente, pero con la confianza ganada, por esos
minutos antecedentes de respetuoso quehacer de aproximación. Y él continuó.
-
Cuando salí, comprobé que mis fotografías en los periódicos, y en algunos
carteles en el área céntrica, nadie los había reconocido. El hospital consideró
que ya estaba sano y me dio de alta. Me decían José Paredes, para nombrarme de
algún modo. Salí sin pagar un solo peso, por disposición administrativa. Con un
poco de dinero, que me había regalado un compañero del hospital, alquilé una
habitación, y comencé por mis propios medios a tratar de averiguar quién era, de
dónde había venido, en qué lugar cercano o distante acaso estaba esperando mi
familia. ¿Tendría una familia?
Pero, lo primero era conseguir mis
documentos. Ya en la Notaría, averiguaron que no tenía documentos, ni antecedentes, y que mi
lugar de residencia debía ser otro país. En mi situación, solo podían
extenderme una cédula de ciudadanía temporal, de extranjería, mientras daban
con mi origen, mi verdadera nacionalidad, y todo lo demás. Mientras tanto, me llamo Félix, como el gato.
Mis apellidos, temporales, son Galván Asturias.
Y le extendió la mano, haciendo lo propio
con su sonrisa, que le iluminó la cara de una forma inconcebible, habida cuenta
de que la había conservado hasta ese momento, tensa y luctuosa. Ella le saludó,
dispuesta, ya tendido ese puente
singular con tan buenos anclajes, le dio su mejor sonrisa pues apenas se había
dado cuenta, que simplemente había cesado de llover.
-
Mi nombre es Rita, y a mí también me gustaría cambiarlo, pero ¿cómo hace
una luego para controvertir a todos aquellos que se acercan a acusarte, de que
no tienes autoestima, de que te falta amor propio, y todas esas pendejadas? Me
gustaría llamarme Pandora, sin apellidos. Es sugestivo, misterioso, conectado
con la fábula y lo mítico, muy semejante a lo que soy, o lo que supongo que
soy…
-
Pero, Rita es muy bello. Una tal Rita Hayworth convenció a millones de
hombres de su época, que era la mujer más bella y deseada. Y no solo eso,
también convenció a millones de mujeres sobre cómo vestirse, hablar, callar,
caminar, y todo lo demás. Hace parte de nuestro imaginario colectivo. Es lo que
llamamos un ícono. Muchos soldados llevaban su foto en los uniformes, y fue el
último rostro femenino que seguramente observaron antes de perder la vida, en
batalla.
Ella estaba mirándolo, como se miran esas
cosas gigantes, detenidamente. Tal vez luciera estúpida. Sus ojos tenían eso
que tienen aquellos que ven por vez primera el mar, o la torre Eiffel. Se dio
cuenta que era evidente la manera como lo veía, y corrigió ese status,
templando el ceño, esa porción de carne
tan sensible a la conciencia, que separa ambos ojos y restituye a la frente las
arrugas que tendrás algún día. Por su parte, él había perdido un poco la noción
y sentido del instante, el guión que llaman los screenwriters, eso que explica
el cómo del porqué, del cuándo de ese quién que mueve todo, su continuity en
este momento se hallaba un poquito fragmentado, pues los ojos de esta mujer de
verdad tenían el poder de ensimismarlo a uno, pero en ella. Recobró sin
embargo, el hilo de su propia historia.
-
A veces quisiera tener una guerra ajena que pelear, para olvidar que
tengo que levantarme cada día a buscarme sin tregua en los ojos de la gente, de
cualquiera que pase, en alguien que se detenga a mirarme, espontáneamente
porque me ha visto antes en alguna parte, o conoce algo de mí o de mi familia.
Llevo todos los días aguardando ese gran premio que no sé si merezco o no
merezco. Porque no hay castigo peor que no conocer el trámite vivido por ti en
tu propia historia, es una batalla sin fin en la que ignoras los motivos reales
de la lucha, aquellos que hacen a cada hombre y mujer de este planeta, poner el
pie sobre el suelo cada mañana, y cerrar los ojos esperanzado, cada noche ante
la llegada solícita del sueño.
Los ojos de ella habían pasado de
sorprendidos a interesados, y luego de quedar bajo la hipnosis de su historia,
estaban dando ahora señas certeras de estar humedecidos por la tristeza, ya
totalmente conmovidos por lo que él decía. Pasaba por ese instante de la
conversación, en que casi sin advertirlo todo interlocutor toma el papel de su
igual, se hace de sus carnes, de su conciencia, e intenta caminar como sea, aunque
sea bajo las condiciones que determine su propia forma de comprender la
secuencia, esa ruta dificultosa e insegura, que el que narra expresa con
cuidado estar ahora mismo transitando. Las emociones estrechan el vínculo
momentáneo, disminuyen la distancia que los separa, justo cuando uno de ello, o
ambos, como en este caso, experimentan involuntariamente esa sensación de estar
dentro del otro, de sentir intensamente cada una de sus palabras, hasta el
punto de sufrirlas, de encadenarlas en su carne propia, a lo que eran hasta ese
instante.
-
Sé que sonará inconsistente, y acaso sea una insensibilidad de mi parte,
pero debe estar faltando por hacer algo, ocurre aquí que por tener las cosas
tan cerca y frente a nuestros ojos, no podemos observar con el cuidado que
merece cada detalle. Algo tan pequeño y vital, que no es posible determinar
como el desencadenante de toda esta historia tuya…
Lo había nombrado como suyo. En el uso
facultado del pronombre, ella había admitido serle ya, una persona especial,
alguien de quién no vas a separarte, a quien se tendrá fidelidad, casi como la
que guardaba no hace mucho por el sujeto que fue a llamar desde el baño, y que
la devolvió azorada al no contestar su llamado, sabiendo que estaba sola, sin
compañía, en la noche fría y lluviosa del downtown. Nombrar lo tuyo como cosa mía,
es reconocer que no me va a ser nada fácil, irme luego y olvidar todo lo que
has escuchado, todo lo que has sentido y pensado. En los ojos, y en esa forma
de llamar lo del otro como propio, puede sentirse ya el brote innegable de una
yema delicada pero firme, y entonces podemos admitir como cierta, la premisa
indulgente y benemérita de haber sembrado nuestra verdad en el ser del que
escucha, logro no siempre fácil de conseguir entre dos que apenas se conocen,
sobre todo en esta época de desconfianza inmediata por todo lo ajeno, ante el
peligro constante de perder la línea de acción, la compostura, el peso de lo
personalmente categórico, si se aminora la distancia frente a otro, y lo que
dice ser y llevar sobre su espalda.
-
Hace apenas una semana, estaba sentado aquí contando estas mismas cosas
a otra mujer. Su nombre es Diana, y es periodista; se conmovió también, bueno,
eso pensé, pues quedo de investigar “mi
caso” como ella lo llamó. Creo que estaba sola, y solo quería estar un rato
conmigo, y hacer el amor, eso que llaman amor, los que poco saben de eso. Llamé
al periódico, y me dijeron que ya no trabajaba allí. Dos veces con esa, mi
historia se fue a caminar en manos de no se sabe quién, seguramente para nutrir
otra conversación, sobre un loco que no recuerda quién es, a la hora de
almorzar o en medio de un juego de parchís.
El ánimo ciertamente decaía. Rita no
pensó mucho, y le tomó la mano, que había quedado descansando sobre el borde
más cercano, en la húmeda mesa, que les servía de contexto. Él la miró,
cálidamente, y luego recuperó la mano para tomar el vaso, y beber lo que
quedaba en él, que era un restito de vodka con mucha agua, los hielos que ya se
habían derretido. Con sus grandes ojos le preguntó si bebería algo más o se
iría a su casa. Ella con la mirada lo absolvió, pues su tristeza era tal, que
se transparentaba.
-
Cantinero…
La voz de Rita, llenó sorpresivamente el
ambiente callado del bar.
-
…tráiganos, otros dos tragos, por favor…
Una sonrisa llenó el rostro de él, tras
largo rato de ser esperada, y se mostró el tiempo suficiente para que ella, se
sintiera recompensada. Ella retomó la conversación y le ofreció una parte de su
tiempo para llevar a cabo una búsqueda sobre su último rastro, tomando como
punto de apoyo el día y la hora del accidente, cosas que se conocían, y
haciendo un barrido sobre otros pormenores, como las etiquetas de su ropa. Con
el aliciente de su rostro esperanzado, Rita tuvo esa serenidad para soñar con
él una posibilidad remota como si fuera un logro cercano, un objetivo serio y
alcanzable.
Luego de esto él se dirigió al servicio,
dejándole una sonrisa prometedora. Ella vio por primera vez lo alto que era, lo
bien proporcionado y afable, el garbo de su paso midiendo la distancia hasta el
toilette. Se dijo para ella, que era en verdad una tristeza, que un tipo como
este tuviera perdido su historial. Se notaba a leguas que era alguien de verdad
educado, una persona de recia moral, como casi ya no abundan. Y eso era
doblemente triste, así como poder comprobar, que su caso de desaparición en
vida estaba completo y bien cimentado, pues ni los propios médicos habían
podido ayudarlo a recobrar su memoria, ese bien irreparable si se destroza con
algo.
Rita comenzó a tomarse su segundo vodka,
que estaba francamente delicioso. Ya estaba lo suficientemente entonada con la
misión, como para buscar nuevas variaciones, y poder ofrecerle a su nuevo amigo
alguna probable solución, en ese trámite que aún no comenzaba de buscar la
huella de sus propios pasos. Se dio cuenta que habían transcurrido más de cinco
minutos, cuando los cubos de su vaso se deslieron por completo. Félix no
regresaba, y el bar se había quedado, solo con ella y el cantinero.
Determinada, fue hasta la puerta del servicio, y tocó con su puño cerrado,
levemente, mencionando el nombre de su amigo.
Repentinamente, el cantinero se le acercó
por detrás, con solícito respeto…
-
Señora…
-
¿Si? qué pasa…
La cercanía inmotivada del barman, le
causó un cierto desagrado.
-
…ese es el servicio de los varones. El siguiente es el de las damas…
-
Si, lo sé…Es que mi amigo ha entrado aquí hace más de cinco minutos, y
ni siquiera se escucha que haya alguien adentro…
-
Porque no hay nadie, señora. Desde su primer vodka, estamos solo usted y
yo, en el bar…Y en el baño de hombres, no hay nadie…
El hombre abrió la puerta y con una
mirada cándida la invitó a ver en su interior, para que fuera su conciencia y
no la palabra de él, la que le hiciera luz a cualquier pregunta posterior que
ella tuviera por hacer. Rita dio dos pasos adentro del servicio, y comprobó que
era verdad lo que el barman le había dicho.
-
Pero, esto no puede ser. Llevo hora y media conversando con un hombre, de
uno ochenta, apuesto, de cabello café y ojos claros. Está bien vestido, con
chaqueta azul petróleo, y zapatos de cuero. No puedo estar tan loca como para
no darme cuenta de lo que sucede alrededor, o inventarme semejante cosa…
El barman se sentó con ella, en la misma
silla en que estuvo sentado el referido Félix. Comenzó por contarle sobre un
accidente de tráfico, que había ocurrido hacía casi tres años, al cruzar la
calle. Había muerto un hombre allí, instantáneamente. El hombre que ella
describía, con el que había conversado sobre su memoria perdida y la imposibilidad
de recuperarla, era ése que había perecido tras el impacto de un automóvil,
sobre la calzada. Le explicó, que de cuando en cuando se aparecía, se sentaba
allí, adentro, y solo en raras ocasiones alguien lograba verlo, y conversar con
él, como ella lo había hecho.
A renglón seguido, el barman dio su
cuenta por cancelada, y la invitó a no divulgar lo sucedido, pues le haría
mucho mal a su negocio.
Rita tomó su bolso, y se caló el abrigo.
Repentinamente, sonó su celular…Del otro lado una voz reconocida…
-
Rita, mi amor… ¿Dónde te habías metido?
JOSÉ IGNACIO RESTREPO
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