martes, 16 de septiembre de 2014

TIENE SIEMPRE LA VIDA, FANTASÍA / Un cuento, de José Ignacio Restrepo


EL RECUPERADOR DE TARJETAS
por José Ignacio Restrepo



Un curioso devaneo del viento, que se había despertado de un sueño anormal, a las dos y algo de la tarde, levantó unos papeles del suelo y una grácil rosada cartulina, decidió levantarse con ellos. Pero fue en vano, su esfuerzo apenas la hizo construir un giro delicado que la dejó en distinto lugar, como a un metro. Era otro mensaje cifrado, otra abrazadera oxidada que ya no agarra los extremos, ni impide el goteo de noche, ni alaba el silencio de una vela mientras el fuego a ninguna oración atiende. Otro mensaje sin emisor y destinatario, simplemente una tarjeta de representación tirada por su dueño u olvidada, que libre de toda obligación ha terminado de patitas en la calle.

Con índice y pulgar la levanté. Una muestra de respeto pues hace tiempo me dedico a esto, un oficio ciertamente mercenario, y de ignoto origen, por ello mismo con nimia jerarquía en las categorías de labores, y en todo caso, en trabajos y anales no nombrado, ni en las fiestas aducido como noble, pero qué importa…En tiempos querellados por tan infame cantidad de gente suelta, sin un norte o faena bien definidas, sin encargo, por responsabilidad directa de la clara economía, cuando premios se dan a emprendedores y se pacta con la plebe el incómodo rol de independiente, por modelo poniendo la aventura, y dignando a los que ya no ofrecen un poco de lo antes obtenido, para algo devolver a los que en cuna de oro no han nacido…No tendré que explicar que me hallo con todas las horas del día para mí, y además que no tengo ahorro alguno que me permita ocuparme del placer, por tantos quehaceres a prueba he sostenido, y el del día de hoy aún se mantiene, hoy haré de recuperador, es una emocionante ocupación, solo tomo la tarjeta que aún no se ha dado por perdida, y salgo a investigar, porqué quedó tirada en una vega de la calle, o en una mesita de mármol aparente de un cafetín sin nombre, esperando al dependiente para que la tire sin más a la basura, eso es, por exceso de tiempo para mi he descubierto una veta inesperada, un zaguán de vidrio centenario, un macondiano afán en el que encuentro el secreto sentido de la vida mejor del que lo encuentra usted…Ya lo verá, no pretendo confundir su horario, ni enaltecer lo propio demeritando aquello que no entiendo, cual es vender el tiempo a algo que no llene los sentidos, ni devuelva placer por esforzado cansancio, apellido de las tareas que corrompen el físico y llevan justas almas al hartazgo.

Saco la lupa del bolso de universitario perdido en carrera del gusto reprobada, y el directorio que está junto al teléfono público de este lugarcito que vende tan buen tinto, declina de su sitio hasta mi mesa, por arte del necesario maleficio, y aunque se me mira con reparo, mi sonrisa que tiene todavía la completa dentadura a su servicio, hace de mediadora intransigente, consiguiéndome el permiso para usarlo. Con la mora prevista, hallo rápidamente al propietario de la breve pero usada herramienta, y confirmo que la firma aun actuante, tiene cuenta en la barra de abogados, y me llevo dirección escrita, como si fuera mohicano de último con cuchillo feroz y apocalíptico, recién estrenado.

Cancelo el tinto. Tengo en la mano el almuerzo prometido, alguien perdió la tarjeta y estará en este momento en territorio incierto y anodino, por no bien recordar ni el nombre del buró al que pertenece ni tampoco el que tiene el abogado. Seguro éste tampoco tiene claro que ese nuevo cliente que no llama, ha perdido el carné de referencia y por eso no se asienta ese negocio. Ahí veo mi almuerzo, aunque aún sin cubiertos y sin clara dirección del restaurante donde sirven las viandas, que ya casi saboreo pues las once pasadas ya han pasado…Que no lleguen espasmos a mi cuerpo antes de yo vencer interrogantes que me paguen el todo pero también cancelen bien las partes.        

Y al llegar con mis pasos, al lugar deletreado en el pequeño pedazo de blanca cartulina, puedo ver que sí hago del hallazgo un buen encuentro podría bien mi almuerzo convertirse en un poco más, acaso también halle del postre bien asida, alguna otra sencillez atada, un buen helado de dos copas o mi clásica cena de otros tiempos, ya parcamente olvidada, que constaba de la entrada, o sea sopa de arvejas y arracacha con pancito migado, el seco clásico con carnita a la plancha, dos o tres luengas tajadas de dominico, el alimento de seba de turpiales y otras aves raras, y unas papas caladas en juguito de mango o tomate de árbol, junto al infaltable arroz pintado con el feliz azafrán, que parece en este punto y hora de la historia no ofrecer otra labor sino esa sola.

Ya me estaban sonando las morrongas tripitas y el estómago se contrajo, mostrando sin culpa alguna que interpretaba bien el hambre en mi cerebro, cuando caí en cuenta de que era por mi culpa pues la marcha de las horas en mi caso, tenía su dilema: casi siempre iba atrasado en dos o tres pedazos de hora, nunca adelantado, pues había decidido que si no estaba ocupado en su quehacer reciclador, buscando los denarios subsistentes, debía ahorrar energías, todas las que más pudiera, durmiendo en donde le cogiera el breve sueño, la siesta o el profundo que allega la noche. Y por ello, ahora que pensaba era el  mediodía realmente el reloj decía la dos, por tanto su vientre tenía razones para llorar, recogerse, arrinconarse, y todas las otras acciones que pudieran demostrarle que era hora de almorzar en esta parte del hemisferio, y no había un motivo somero que pudiera disculpar olvido tal.

-   Tranquilo, tranquilo, ya pronto nos vamos a sentar…

Por dos veces como mago o demiurgo que ha encontrado a quien hablar, y que nadie más ve, se dirigió en voz alta a su dilema, esperando que con verbal sutil placebo sin hacerlo en voz alta ni tampoco notorio, el recato de su vientre retornara y no más le mandara esos sordos berridos, para obligarle a comer, sin él antes disponer de las viandas necesarias, el cuchillo, tenedor y la cuchara, el jugo, la comida, postre y leche, sobre mesa y mantel, como Dios manda…

-   Perdón, señor… ¿Espera usted a alguien?

El de tono cortés venía enfundado en disfraz de general, con dorada charretera y medallas de mentiras, le sonreía desde el portón de aquel buró, donde a tres pisos e incontables oficinas, debía hallarse el gerente y sus secuaces, esperando por él para recibir de vuelta su tarjeta y con ella valiosa información, disonantes cuestiones aplazadas, en peligro diez vidas o hasta más porque alguien optó por descuidarse, dejar de estar atento a sus asuntos y festejar que un detalle por perdido que se halle, puede hacer un hoyuelo en la bolsa de viaje, y por ahí sale el aire, y después sale todo…

-   Sí, señor…No, no, no. Realmente un alguien, alguien que sepa que yo llego y me aguarde para zanjar algún asunto, no es este el caso. Pero, tengo algo que hacer en el interior del edificio. ¿Usted podría indicarme si estos caballeros aún se dicen ocupantes de esta oficina, ésta que luce acá en esta insignificante cartulina?

El portero tomó la tarjeta que mi mano mansamente le extendía y la ojeó, por acaso un vil minuto, para dejarse caer sonrisa en rostro con el siguiente informe, a saber…

-  Si joven. Los señores Valcárcel son miembros de la rueda citadina de abogados, y tienen su despacho en este inmueble, piso ocho, placa 814. Si se trata de un negocio que ellos lleven, debe hacer una cita…

Me di cuenta que entrar allí no sería posible si antes bien no fraguaba un cierto encuentro, pactando un necesario trabajito con alguno que me hiciera merecedor de una asamblea con él en piso octavo…

El placebo que había promulgado en voz alta y con todo mi carácter, para por un tiempo convencer a mi pancita, de que su  almuerzo no se demoraba, llegaba al final de su certero efecto y mis tripas empezaron a llorar, pues la imagen de comida se alejaba, unos metros al sur de aquella calle, corriendo y le perdí de vista. Mientras, el resto de mi cuerpo con estómago a bordo, sin atender la orden perentoria de mi oscuro cerebro, por virtud del hambre insostenible simplemente y sin dudarlo, allí frente al portero se desmayaba….    

Me desperté. Quizás eran las cuatro, un poco más, pero los rostros que tenía frente a mi estaban tan oscuros, tan bien puestos, con esa dignidad de lo prosaico que no admite repulsa y por saberse así, sólo pensamos, acaso yo esté muerto y todavía no me han avisado.

Tres abogados, a falta de uno solo, estaban bien sentados auscultando la teñidez de mi rostro que por sentido efecto del desmayo se había puesto gris y aun volviendo el aire, el tono natural no regresaba. Los miré con el todo de mis ojos, como comprenderán al estar mi estómago vacío y continuar así por el desmayo, sufrí un retortijón más acentuado que me hizo sentarme sin permiso pedirles y preguntando de una por el baño…Pero fue falsa alarma, bien pude respirar, el vientre ya sereno aunque vacío atenuó la violenta contracción y volví a tomar asiento donde el bulto de mi cuerpo había dejado dibujada, en posición fetal como Dios manda el corporal contorno.

-   Sus señorías, me habrán de perdonar esta osadía de la que no he tenido en modo alguno, el voluntario deseo de cumplirla y ha sido simplemente por lo débil que me hallo trabajando en estas lides, sin meterle comida al torpe cuerpo que no entiende de ayunos extendidos ni de aguas pintadas en gaseosa para hacer las veces de pitanza…Me he llegado a su negocio respetado por señas de una tarjeta que no me pertenece, encontrada en la calle en la que queda ese negocio llamado El aguijón, esta mañana apenas y he venido pronto pues me figuro que no es sólo este ministerio un lugar de vigores bizantinos donde el vil intercambio del dinero por la cuota pueril de un bien buscado que ofrecen ustedes por su lado, consistente en lograr el objetivo de preguntas u objetos de clientes que se hallen entuertos o perdidos. Y más bien supongo merecido, sospechar que son dignos menesteres los que cursan dilectos, por lo cual una tarjeta como esta – y lo dije mostrando de ipso facto la cartulina blanca ya gastada, por el bolsillo mío y por mi mano- que se encuentre tirada en la calzada significa seguro una razón perdida, una persona que busca hasta su nombre o una cuota de vida que en las manos de ustedes ya estuviera, en diligente labor incuestionable ante juez defendiendo esa su parte, y blandiendo razones que el jurado en contraste a lo que digan los herejes, dejen libre al cliente, que andará por las calles suplicando que ni una gota llueva para hallar la tarjeta, y no de cualquier manera presentarse sin respeto ante ustedes, aquejando su falta sin  tener como realmente disculparse…

Los rostros de los abogados me miraban, resueltamente sorprendidos, seguramente comprobando que el vigor no me había abandonado y el pasado desmayo, cuyo estatus de origen era el hambre, en nada pudo alterar mí juicio viejo, explicado con fuerza y prontamente los motivos de hallarme en la oficina. Tanto fue, que usaron el teléfono para pedir comida y tras unos breves minutos, que importantes serían los señores, nos trajeron viandas suculentas, que revelan complacencia inmerecida y fue entonces la mesa de las juntas, la mesa de comidas y los tres me invitaran a sentarme, insistiendo en que algo les ampliara del asunto de marras que traía, reciclando tarjetas extraviadas porque nada sabían de labores como esa, y su mucha importancia sin embargo que ningún andurrial exterioriza…

*  *  *

Pues resumen haciendo, me he quedado trabajando en el bufete. Golden, Lucaks and Geremin, conquistados por mi plática insondable, cuya diestra manera de hacer claros los asuntos más épicos y oscuros, han optado por dejarme entre su nómina, adelanto que acepté sin poner  traba.

No sé bien el nombre de mi cargo, pero ya he hecho faenas importantes como ese corto mensaje audiovisual que explica con decoro y gran decencia el vigor e importancia de la firma, y hoy día lo muestran casi veinte veces, y la tele famoso me está haciendo como nunca mi madre se soñara. En sólo una semana, mi aspecto que era muy desconocido, anodino del todo, aparece más que el presidente, ya veremos que trae esta secuencia.

Por lo pronto, os cuento de mi almuerzo: Es el momento mejor del largo día, lo paso en una mesa que me apartan y el menú me lo cambian, para que sea yo solo el que elija que será lo de hoy. En la cocina los armados guisanderos y sus mozos obedientes toman nota real de mis deseos, como nunca soñara mi estómago, que aceptaba agua pintada y burbujitas por arroz con habas y carne picada cuando yo le mentía sin recato… 

JOSÉ IGNACIO RESTREPO
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miércoles, 13 de agosto de 2014

CON EL ALTO SOL, SOBRE EL CIELO, POR TESTIGO...


LA CANCIÓN DEL RETÉN
por
José Ignacio Restrepo


El machete cayó pesadamente al suelo pedregoso, levantando un polvillo renegado que nadie pudo ver por la hora tan alta y lo apartado del lugar. Era casi un desierto, y los dos que peleaban solo buscaban liquidar su pequeña cuenta, que con solo verlos de seguro había adquirido proporciones desmesuradas e irreconciliables. El hecho de que tuviera copiosa sangre sobre el filo, no hacía ni menor ni mayor el tono del momento. Después del golpe contra el terreno pelado, cundió el silencio que había estado ausente desde que empezó el duelo, treinta minutos antes. Ahora mismo, solo podían verse los dos cuerpos separados por unos cuantos metros, moviéndose, tirados y quejándose en el suelo.

Habían sido amigos. Bueno, lo eran hasta este instintivo compromiso. Bien dicen por ahí, que solo se pelean aquellos que comparten visiones similares, sobre asuntos para ambos importantes. Lo que está en juego es realmente una visión del mundo, que interroga porciones inmensas de sus naturalezas, que los inhibe de ser indulgentes, y les impide recordar que han sido mutuamente solidarios, en momentos distintos a este. Quieren ganar, para volver a perdonar, para recuperar la distancia, la propia gracia, la verdad sobre cada uno y sobre el otro, y ya sin esfuerzo poder imponer ese aspecto que al otro ahora mismo le resiente, y sin embargo también quisiera conceder. Enfrentados, heridos, ya no pueden ver como algo cercano esa verdad sin prueba que cada uno decía hace rato poseer, y que gracias a las diferencias que han ocasionado el enfrentamiento simplemente no se inclina ni a un lado ni al otro. 

Los amigos pelean por la verdad. Aunque saben que es un bien subjetivo. Puede que no hasta la muerte. O, acaso, buscándola con ayuda, por no poseer la determinación para hallarla por sí mismos. Si hay un lazo hecho de años, compuesto por  toda clase de experiencias, la pelea puede resultar corta y aguda. Si alguien muere, será por mala suerte. Aunque esta lidia de sangre se pactó solo dos días atrás, el origen de la pugna había nacido hace una década. Entonces eran tres los amigos, dos varones hermanados a una mujer, por la cual competían sin decirlo, pero que los estimulaba a ser cada uno, y cada   vez mejores. Valeria, era como la portadora de la piedra filosofal, que estaba enterrada en un sitio solamente por ella conocido. Callada y bella, como si fuera una estatua que solamente a veces se movía.

Diez años. Victoria de Durango había crecido, pero no demasiado, ni como posiblemente deseaba la gente que lo hiciera. Pero eso ocurría en todo México, no solo en Durango. Muchos que habían crecido, habían puesto millas de por medio, buscando pesos menos lentos de parirse, acaso mejor dólares frescos, así estuvieran teñidos de ese polvo blanco y quejumbroso, o de sangre norteña, de cadáver, y haceres ilegales y  mezquinos. Pero ellos no.  Los muchachos que la amaron y ella, no. Ahora Valeria tenía veintidós,  y estaba casada. Mal casada, dirían lo que le tenían aún algún frondoso sentimiento guardado entre el pecho y la espalda, que ya simplemente lucía como esos frutos negados, expuestos en la vitrina cerrada del Delicatesen de Manfredo Iriarte, sobre la fuente de las tortas y vinos a la una y algo de la madrugada del lunes, de cualquier lunes. De todos. Valeria se había convertido en la belleza más malamente ansiada de toda  esa maldita ciudad miserable. Todo por haberse casado con Arenas, cuando era apenas teniente, y permanecer con él hasta ahora, lavando y planchando sus uniformes con galones de capitán. Hasta su padre la hubiera preferido, viajando a DF a estudiar cualquier cosa, antes de atar su vida a un poli, que hoy es, y mañana se convierte en leyenda. Pero, su padre ya no contaba, pues llevaba cuatro años viendo crecer a su alrededor la rala hierba del cementerio. Y tampoco nadie, solo incumbía lo que pensara el joven gendarme, que era su todo. Según la ley, ella le debía respeto, y según la cultura le correspondía forzadamente rendirle obediencia, ya que a esta hora del catorceavo año del siglo veintiuno, ella era su prenda ganada en franca lid, contra todos los demás que alguna vez la quisieron. Estaba subordinada, gracias a su suerte. Y no había nada que pudiera cambiar eso. Ni siquiera ella misma podía hacerlo, pensaba, en las noches solitarias de joven dama casada que tiene un marido servidor público, cuyo trabajo le impide llegar a dormir a la casa. Aunque nada de esto fuera realmente lo soñado, ni tampoco lo elegido por ella, solo le quedaba querer lo que la vida le había concedido.

La noche. Eran las doce pasadas, y comenzaba otra ronda. Arenas dio vuelta a la patrulla, en la veintidós con Alhambra. Había recibido un mensaje del despachador, avisándole que  unos chicos estaban peleándose en la alquería del viejo Cornell. Cuando parqueó, miró al fondo del potrero pero no vio nada. Aguzó la mirada, y el brillo incipiente de algo metálico lastimó brevemente el tapiz café oscuro de su retina. Se apeó, cerró la puerta, y ajustó su bastón de mando. Se introdujo en el espacio mal cuidado, que siempre había estado sin el muro que ordena la ley. Al fondo creyó ver algo que brillaba por un segundo. Fue solo caminar unos diez pasos, para descubrir qué era lo que había despedido ese centelleo fugaz. Era un machete, un machete cubierto de sangre que estaba sobre el suelo.

Arenas se quedó viendo la herramienta de trabajo, y luego, más allá, observó dos cuerpos malheridos. Eran dos jóvenes que al parecer habían luchado, causándose heridas, que si bien no parecían mortales, si debían ser vistas por un galeno. Abrió la frecuencia de su radio portátil, y pidió una ambulancia mencionando la dirección dónde se hallaba. Se aproximó un poco, para ver la gravedad de las heridas, y descubrió que conocía a los heridos. Eran Fabricio Herrera y Laurencio Duque, dos antiguos amigos de Valeria, su esposa. Se caló los guantes de poliuretano, y los palpó lo suficiente para comprobar su primera suposición. Fabricio tenía una lesión de unos ocho centímetros, un tanto profunda, a la altura de las nalgas, pero solo era en la carne. Con puntos y cuidado, solo quedaría una secreta cicatriz. El otro, estaba dando signos de restablecimiento, y Arenas fue a su lado, para indagar el motivo de esta riña. 
-         A ver…ya es hora de despertar de la pesadilla, Laurencio…
Al escuchar su nombre, el joven dejó un tanto la queja, y enfiló sus ojos para mirar, quién diablos osaba meterse en la pelea.
-         El diablo, precisamente…
Arenas no se dolió por la corta apreciación, de quién de alguna forma ahora mismo precisaba de su ayuda. No era nada en comparación con las cosas que debía soportar en otros sitios, ya estaba acostumbrando. Le tomó el pulso en la muñeca derecha, para tener algo adelantado cuando llegaran los paramédicos. Su tensión estaba tan legal, como carne colgada en el puro matadero. 
-      A ver, Laurencio, siéntate, que tú no tienes nada, solo cosas por explicar. Es mejor que empieces, que ya tienes edad para guardar silencio unos días en el calabozo, si no me explicas a qué viene este desastre, en un lugar público…
-        Que no pasó nada, solo unos estrujones por no tener la razón, cosas privadas, Arenas. Aquí   no le hicimos daño a nadie, ni nadie oyó, no hicimos bulla…
-       ¿Y cómo explicas mi presencia? Qué tortilla hicieron, se pudieron haber matado, en una de éstas…
El muchacho ya se había sentado, y se miraba los pescozones, que no eran sino eso. Fabricio comenzó a reanimarse, y de inicio fue claro, pues la herida de las nalgas le dolía, y mucho. Se quedó boca arriba, tratando de verse allí donde la espalda empieza, y hacia abajo cambia de nombre. Pero, no podía. 
-        Maldito el día en que te tomé la palabra de amistad, pensando que la respetarías…Eres un vergajo de mal palo, malparido, enano hijo de mil brujas…

Era evidente que se restablecía con gran velocidad. Muy oportuno apareció por un lado el primer paramédico, y Arenas le fue cediendo el espacio, pues dado que las heridas de los muchachos no eran gran cosa, dejaría la indagación para un momento posterior a la atención médica.

Se despidió del profesional, dejándole saber que precisaba de su informe y que con un fax, diciéndole  dónde atendían a los pelados, sería más que suficiente. Sin embargo, se preguntaba sobre la razón de la pelea, y prometió averiguar sobre el motivo que les había llevado a herirse, en el campo de Cornell.
Arenas subió a su patrulla, sin dejar de pensar en el asunto. Tal vez Valeria supiera algo. Aunque ahora mismo lo que deseaba era una taza de café caliente. Y una dona. De esas que tanto mientan en las películas.

Valeria se levantó y su capitán aún dormía profundamente. Decidió preparar el desayuno, para ella solamente, pues habiendo prestado el primer turno era improbable que él pudiera acompañarla. Al volver a su cuarto para mudarse de pantuflas, se dio cuenta que ya él se había despertado.

-         Pensé que dormirías hasta pasado el mediodía, deberías cambiar ese turno por uno de día. Así compartiríamos mejor, y recuperaríamos cosas que se están perdiendo, tú sabes, nuestros juegos…
-        Nada se ha extraviado, mi princesa. Del turno, te cuento que ya pasé solicitud al mando, y solo espero que lo aprueben. Oye, mi amor, quisiera dos huevos con jamón, en tortilla, por favor…
-         ¿Y qué se cree el capitán? yo no soy niñera, y menos manteca de nadie, si quiere desa…
Valeria sintió los brazos de su esposo, alzándola por el aire, y supo que había llegado el momento de ponerse un poco al día, en esa deuda de cariño corporal, que había ido aumentando desde que lo pusieran a laborar de noche, como a cualquier novato.

Y entonces, se les juntó el apetito del desayuno con el del almuerzo, en esa faena no prevista de ponerse al día con la cuenta en rojo, que decía que había mermado el amor entre ellos, que indicaba que por atender otros asuntos  ya había un cierto desamparo, una montaña de recuerdos gratos que le dicen al presente apático, flaco, pobre, y otros tantos adjetivos, que no gustan ni suman, cuando se oyen o dicen.

Ya desde un tiempo anterior a esa pelea, los tres muchachos habían reunido ideas sobre sus vidas presentes, sus desánimos, ideando la manera de conquistar de un solo golpe, el destino afortunado que habían soñado en la secundaria. Fue así como planearon el robo y la huida de sus vidas. Lo ignoraba todo, obviamente, el capitán Arenas. Valeria y los dos amigos bellos, que desde siempre le habían hecho caso, iban a sustraer de la casa de  ella aquellas pruebas en droga o dinero, que el cansado capitán, dejara alguna noche de estas en el closet del cuarto. Arenas había cogido el mal hábito, de llegar a su casa en las frías madrugadas con las pruebas recogidas en el turno de la noche, cuando la norma exigía que debía ir primero hasta la estación, para dejar el producto de su trabajo a buen recaudo. Lo recogido en las escenas de crimen, dinero, estupefacientes, joyas, y otros, tenía siempre valor, si lo comparamos con lo que cualquier pobre peregrino lleva normalmente para sus gastos, en los bolsillos.  Pobres peregrinos de esos que uno veía caminando días y noches, por las calles históricamente vívidas de este Durango, de tiempos violentos. A veces eran verdaderos tesoros, fortunas devueltas al Estado por cuenta de sinuosos malvivientes.

Esta Valeria, que esta mañana cumplía fielmente con el guión de mujer enamorada de capitán de policía, no era la muchacha real,  la verdadera, que él hacía casi un año había desposado, no. Ella realmente no amaba a este servidor público. Desde hace casi ocho meses había buscado la forma de alzar el vuelo, pero solo hasta ahora cuando él empezó a llegar con esas bolsas llenas de dinero que quitaba a los bichos de la calle, comenzó a vislumbrar el cómo, el cuándo y el con quién. Buscó a sus amigos de siempre, a sus enamorados de la escuela, para urdir entre los tres la forma. Idearon un plan para “reunir una buena moñona” y escapar de esta ciudad de mierda, llena de construcciones plenas de historia, y con muchachos buscando como narcotraficar hacia al norte, para encontrar un horizonte para sus vidas…

Entonces llegó el día. O mejor, llegó la noche de un día que estuvo adornado por un sol esplendoroso, con el bochinche clásico de una ciudad mejicana, llena de coches, de tedio vespertino, de gente común que corre, de mendigos. Arenas aún no había recibido la orden para cambiar de turno, y hasta no hacerlo, seguiría cumpliendo con su deber, que para eso justamente había ido confiado a la Academia. El fresco de un verano adelantado, prometía durar hasta el amanecer. Siempre daba por hecho que llegaría con vida, después de cumplir con ese turno largo que iría hasta las seis de la mañana. Como una forma de prometerse llegar, una manera de exigirle a su cuerpo, y a su mente estar despiertos, atentos, lúcidos…dispuestos. En total, tenía dos arrestos programados, dos citas con soplones. y la carga natural de la vigilancia, que por sí sola siempre lo dejaba agotado del alma y del cuerpo.

Al terminar, había llenado lo previsto,  y como era su costumbre se fue directo a casa, porque el cansancio se sentía en su cuerpo como si fuera verdadera metralla. 

Su esposa dormía profundamente. Se acercó a la mesa y vio, la comida puesta, todavía tibia. Ciertamente era señal de que ella se había dormido muy tarde. Miró el jugo en la jarra y de inmediato le dio sed. Sirvió un vaso, y se lo bogó de un envión. Estaba delicioso. Se sentó, después de colocar sus cosas en el armario de la sala. El sueño lo cogió de mala manera, y lo rindió allí, sin siquiera quitarse el sudado uniforme, que traía a este lugar los aromas malditos de la noche y de la calle.

Al quedar todo nuevamente en silencio Valeria se paró de la cama. Era el momento esperado para completar su plan. Como sospechó, su esposo había llegado rendido, con sed y sueño. Miró la jarra, y el vaso vacío, que era el visto bueno al plan que ya estaba puesto en juego. Ella había echado un fuerte somnífero en el jugo de mango, que ahora simplemente circulaba por su cuerpo. Tomó el teléfono y avisó a Fabricio y Laurencio, que llegaron a los cinco minutos, pues se encontraban en un desayunadero cerca de la casa.

Sonó el timbre de la puerta, y Arenas ni siquiera se movió.

-      Hola, Mona…
Ambos la llamaban con igual epíteto, así que un saludo valía por dos. Los tres se aprestaron a revisar la bolsa de pruebas, que ella sabía iba a parar al armario, hasta la nueva hora de salida de su esposo. Como lo esperaba, y conociendo en qué había consistido la dura tarea de la jornada nocturna, pues se lo había preguntado en la tarde del día anterior, la muchacha encontró 80.000 dólares, del primer arresto, y medio millón redondos, del segundo, los cuales colocó en el tapete rojo de la sala, como si fueran un botín de guerra. De los cuatro que había allí, solo tres miraban con la boca abierta. Arenas, estaba también con la boca abierta, pero no podía ver nada de nada, fundido como estaba por el fuerte somnífero del jugo.

-    Ve por el auto, Fabricio…- Laurencio se erigió en líder, sin siquiera haberse postulado para ello. 
-    Buena idea. Ve tú…-  Fabricio miró al otro, fuertemente, y solo con eso, lo obligó a completar la acción que pretendiera para su compañero.

Cuando Laurencio salió, ellos dos revisaron el resto de las pruebas. Había algunas joyas, y dos kilos de cocaína. Ella tomó otra bolsa y metió allí, las cosas. El otro muchacho tocó la puerta, solo dos golpes secos en la madera, y al entrar se pusieron a dividir el dinero, por si les tocaba tomar caminos separados en cualquier momento de la fuga. Esa era la regla principal de este acuerdo, lo que hacían no era para unirse, era para marcharse de ese sitio de mierda, lleno de riqueza histórica, y con la gente muerta por dentro, deambulando por las calles esperando que cualquier turista le complete el almuerzo. Marcharse de Victoria de Durango, dejar gente querida, un esposo, delinquir para librarse de todo, para tener el permiso de ir por lo demás, de la forma que fuera, luchando frente a todo, como fieras.

El auto alquilado contrastaba bellamente con los autobuses de colores, que signan esta ciudad particular, diciendo entre unos y otros, para dónde van, de dónde vienen. Habían decidido ir rumbo al norte, atravesar Chihuahua, y salir del país como coyotes, por Ciudad Juárez. Para las seis de la tarde, si corrían con suerte, estarían pasando la frontera desértica, con los Estados Unidos. Los jóvenes iban tranquilos, como si tuvieran un viaje de vacaciones, un paseo bien ganado, pues reían de saber qué eso no era. Su paseo era el final de un rústico plan, un insensato acuerdo para conseguir pasaje y pasaporte, sin dañar a nadie, solo con un somnífero y un alto alquilado. Tantas películas mostraron el qué, el cuándo y el cómo, tantos actores rubios explicando sutilmente que esa distancia entre lo ilegal y lo extralegal, lo permitido, eran solo remedos, tolerancias. Lo físicamente importante, lo divino, era poder descubrir que esto era ya, y que ellos eran prolíficos actores, no gente de reparto, no. Ellos eran protagónicos, nada había que hacer tras conocerlo.

El automóvil volaba, cuando Arenas despertaba apenas. En la Estación, sentado ante un superior  muy difícilmente le explicaba, cómo se había acostumbrado a llevar a su casa, las pruebas recogidas en la noche. Todo eso era causa de despido, y de investigación por fiscalía. Arenas se miraba los zapatos, no tenía ni idea, cómo diablos lo vino a coronar de esa manera, la mujer de su vida.

El machete brilló impaciente, tirado sin oficio sobre el suelo pedregoso. Se levantaba un polvo renegado, y el viento no terminaba de apurarse. No se iba a, ni se quedaba, solo daba vueltas pequeñas, sin ansias. No tenía público para su obra sin nombre, en razón de la hora tan alta, pues el alba era aún pura ilusión y la noche era ya un pálido recuerdo. Qué lugar tan apartado, un desierto sin límite, no era un buen sitio ni siquiera para cobijar a las víboras, allí no había nada que ellas pudieran comer. Ni nombre tendría este sitio maldito de la tierra.  Después del golpe del metal contra el pelado terreno,  sucedido ya hacía horas, o días quizás, había cundido de manera natural el silencio. Ahora, solo podían verse los tres cuerpos, de tres jóvenes muchachos que habían muerto, tratando de cruzar el desierto…

JOSÉ IGNACIO RESTREPO
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jueves, 7 de agosto de 2014

LLEGA PRIMERO EL CORAZÓN DEL QUE LA VIDA APUESTA...


HAY UNA LINEA MÁS CORTA DE A HASTA B 
(Fragmento)
por 
José Ignacio Restrepo


EL PUNTO A

Lopera miró el recibo que tenía en la mano. Casi no podía creerlo. Acababa de apostar 7.500 dólares, sus ahorros de los últimos seis meses, a un caballo llamado Elemental, que correría en la sexta manga del Derby de Hialeah, montado por Felipe Sirene, que nunca antes había ganado una válida, y mucho menos la importante prueba hípica anual, que corrían en Miami. El recibo no tenía nada de especial, pero para él constituía algo así como una llave para entrar en otro mundo, uno desconocido y misterioso, el mundo de yo pido y aparece. Las apuestas estaban 30 a 1, lo que significaba que si el caballo ganaba y él cobraba la apuesta, se haría acreedor a una suma cercana a los 215.000 dólares descontados los impuestos. Era un sueño, realmente, pues si tanta gente apostaba contra ese jumento, ¿por qué él pensaba que podía ganar?
Todo había comenzado, dos días antes, el jueves en la mañana…
Lopera entró al billar para entregar un encargo de comida, esperando que alguien, al verlo con su uniforme, le llamara, le silbara, aplaudiera o diera alguna señal de vida. Dio dos vueltas por el negocio, y como no le quedaba otra alternativa, se sentó en la barra para esperar unos minutos. Era un problema regresar sin entregar el pedido, casi siempre te lo sacaban del sueldo; así eran las cosas. Pidió una bebida gaseosa, y se la fue tomando lentamente, mientras sopesaba sus pocas alternativas. La reflexión derivó hacia aspectos más profundos, largos y estructurales, y se aletargó un poco, mientras continuaba a la espera de que alguien se hiciera cargo del pedido y de la cuenta. 
Cuando algo nos detiene, interviniendo de manera abrupta nuestra rutina, y nos obliga de alguna forma a recapitular de manera imprevista nuestra vida, sentimos la carga silenciosa de un proceso en nuestra contra, en el cual somos todo, jurado, juez, y procesado, algo que suele ser desagradable e infructuoso. Un hombre se acercó, y él sonrió, pensando que era el dueño del almuerzo, pero solo venía a usar el teléfono, que estaba justo al lado suyo. El hombre marcó y de inmediato recibió respuesta. 
Al colgar, el tipo se alejó sin parar mientes en su presencia, como lo había hecho mientras hablaba. En cambio él, no había dejado de prestar atención a las palabras que el desconocido había pronunciado. ¿Sería verdad lo que había escuchado? ¿Sucederían así las cosas, y él simplemente no sabía que así funcionaba el mundo? El sujeto había dicho que ya todo estaba listo, que el caballo era el número 9, y se llamaba Elemental. Tenían las apuestas subiendo, y para el sábado ya debían estar más o menos treinta a uno. No habría una competencia real, sino algo arreglado para favorecer a los apostadores que eligieran ese caballo, que al ser tan pocos merced a la oferta de probabilidades, terminarían por ganar una suma pavorosa. Con cinco apostadores que apostaran a Elemental el equivalente al monto de sus ahorros, obtendrían entre todos un millón de dólares de ganancia. De cinco en cinco. De repente, Lopera se imaginó siendo uno de ellos. El hombre aquel, ni siquiera lo había visto. 
Lopera abrió el almuerzo que le habían encargado, y allí mismo, acompañado de una cerveza dio buena cuenta de él. Decidió que ya era hora de tener su propio negocio y Elemental, iba a ayudarle a conseguirlo.
Esa fue la razón de creer. Primero, la Providencia le había puesto cita y hora, no para entregar el almuerzo sino para darle esa gloriosa oportunidad de salir adelante. Segundo, sus actuales condiciones económicas no le permitían avanzar, solo un golpe extraordinario de la suerte podía apalancar sus intenciones de vivir mejor, con su esposa y su bebita de cuatro meses. A veces no juntaban ni para surtirla de pañales. Y tres, nadie sabía que él había escuchado lo suficiente para participar de este negocio chueco, que para él era la llegada a tierra con vida, después de estar por años naufragando en el oscuro mar de la pobreza. Un milagro era lo que necesitaba, uno de ésos que solo pasa un día en la vida de un hombre. Y eso precisamente le estaba ocurriendo, eso le habían puesto hoy entre las manos.
Todo siguió como correspondía…
Lopera llegó al hipódromo, y de inmediato fue a las taquillas de apuesta. Hizo su transacción, después de confirmar el número de la carrera y su participante, Elemental, que estaba como pensaba 30 a 1. Lucía como todo un apostador de aguante, a pesar de que no visitaba este sitio desde que era un chico. Luego subió a la tribuna central, desde donde miraría la carrera. Se sentó en una de las butacas libres, con la intención de prepararse para el evento central, que era el Derby. Estaba comenzando la cuarta carrera, ajustaban a los caballos en el partidor, y en un minuto bajaría la grilla para que corrieran por sus vidas. Era una forma de decirlo, claro. Estaba muy nervioso, casi como si él mismo fuera a correr, a competir. Y era así, de  algún modo. Había puesto en manos del destino todos sus ahorros, la plata que había negado tener cuando Raquel le preguntó si le quedaba algo de sus ahorros, y de la que sacaba algo, cuando sentían la violenta presencia de algún mal insoslayable. Él le decía que había pedido prestado, pero era de ese poquito ahorrado, de ese pequeño seguro que sacaba. Ahora, iba ver devueltos todos sus honrosos esfuerzos, por este cambio positivo que iba a sacarlos por fin de ese bote medio roto, que eran sus vidas.
Pasó la cuarta, la quinta, y comenzó a prepararse la carrera central de la tarde, el Derby. Al llegar los caballos a la pista, Lopera, que sudaba copiosamente y ya había mojado completamente la camisa, divisó al caballo de sus sueños, Elemental. Era alto, y grande, de verdad parecía algo desgarbado y un poco cojeante incluso. Pero desde allí, Lopera percibía alrededor de su cabeza grande y bonita un brillo cuaresmal, una promesa que le colgaba ondeante de su número azul, y él lo veía todo como uno de esos cuadros, que antes de comprarlo ya sabes que te llevarás para la casa, y que será el motivo de conversación de la siguiente fiesta, la prueba rigurosa de que por fin comienzas a salir del anonimato de la pobreza insulsa, que lleva años obligándote a posar de estatua silenciosa ante los demás…
Los caballos estaban listos en la verja de partida. Lopera no escuchó el tiro, pero supo que había sonado y duro, pues los cuadrúpedos arrancaron como almas que tuvieran al diablo entre las patas. El primer tercio se acompañó de polvo, a pesar de que era tierra mojada lo que cubría la pista de carrera. Vio cuatro caballos liderando el lote, y aguzó la vista al tope para intentar distinguir a Elemental entre ellos. No estaba. Los animales estaban cascándole duro y el corazón de Lopera parecía querer alcanzar la misma velocidad. Repentinamente, Elemental surgió en la segunda fila de los reclamantes, y su bonita cabeza se perfiló contra el viento empolvado que se movía, empujado por las coces y los bufidos roncos, de los más adelantados, que luchaban por ganar como fuera.
Lopera se mordía el labio inferior sin darse cuenta, y ya se estaba haciendo una leve herida, tanta era la emoción de ver a su elegido batiéndose como una fiera, en el tierrero de la pista. Los caballos también tenían sangre en las patas herradas, allí donde los pernos ajustaban su calzado, para que pudieran correr aferrándose a la tierra, pero nadie desde las terrazas y menos quienes pagaban poco, para tratar de verlo todo desde las tribunas, podía percibir lo que realmente ocurría en la carrera. 
Los caballos corrían por su vida. El entrenamiento diario les formaba en la necesidad de la competencia, y los reconocimientos por ganar o perder eran tan distintos, que hasta un pobre animal de éstos reconocía, lo que obtenía o dejaba de ganar, terminada la carrera. Casi como les pasa a los seres humanos, con la diferencia de que nosotros olvidamos muy fácil, la memoria de los equinos parece ser dependiente del estímulo, y cuando se acostumbran a ganar lo ganan todo. Igual, cuando aprenden a perder. Lopera, había agarrado su gorra de beisbol como si fuera una botella de oxígeno a la que le estuviera sacando el átomo postrero, del cual de pendía su vida. Tenso y dislocado sobre la baranda como estaba, era una estampa desdoblada del sujeto que había entrado más temprano al hipódromo. Y no era solo él. Todas las personas parecían haberse atrancado en el mismo renglón desierto de la hoja de cuento, que dejaba la historia de sus vidas ranciamente suspendida antes de llegar a un final dispuesto para el gozo. O el martirio.
Elemental comenzó a acelerar, y su cabeza ya destacaba, hasta el punto que alcanzó a ponerse a lado de los tres que desde un principio llevaban la delantera. Lopera estaba ardiendo de la excitación, pues sentía que era él mismo quien dejaba cuero de sus botas en los hinchados ijares del animal. Y que este corría, cada vez más, porque conocía de sus necesidades, y en su búsqueda por mejorar su vida en la hermosa finca donde vivía, también estaba inscrito de algún modo, el compelido esfuerzo monetario que Lopera había hecho, al apostarle todo, absolutamente todo lo que tenía.
Al pasar por la bandera que mostraba la mitad de la pista, el grupo delantero de caballos iba tan junto en su marcha desesperada, que había un peligro real de que chocaran y terminaran malheridos en la tierra pisada. Pero, esto no iba a pasar, tal era el ansia de los animales por coronarse vencedores, y acaso el estímulo de una multitud que como Lopera, había apostado hasta los calzones por la victoria de uno de ellos. El grito de ¡dale caballo! formaba una seguidilla de extravagantes melodías circuncisas, no terminaban de ganar el ritmo unívoco que mostrara que se había conformado un grueso grupo, seguidor de alguna religión antigua, cuyo ejercicio central era ver matarse los caballos en la pista, mientras en la tribuna todos buscaban halar más sus gargantas, convocando los dioses de la victoria de la mano de los de sus caballos.
-   ¡Dale, Elemental!, ¡tú eres un semental, eres el mejor, vuelas amigo…! Vas a ganar, lo vas a conseguir, muchacho….Dale, un poco más Elemental…
Lopera encuadernaba sus gritos como si fueran lances verbales de guerra, como si el caballo pudiera escucharle, y él corriera con él en pos de la meta, persiguiendo el frenesí de la victoria. Incluso, sus vecinos de la tribuna, le miraban ardidos, pues al parecer habían apostado por otro caballo, que Elemental simplemente había rebasado.
El caballo tomó la delantera, faltando un cuarto de la carrera y ya no la soltó más. Cuando llegó, iba envuelto en una nube de vapor, y bufaba horriblemente, como si fuera el mismísimo equino de Juana de Arco, que regresaba con vida de una lucha fratricida, sin saber dónde había quedado su ama y amiga. Lopera se tomó la cabeza con ambas manos, sin poder dar crédito a sus ojos. Gracias a ese hermoso animal, había saldado todas sus deudas, había cambiado de barrio, colocado su propio negocio, convertido su negro futuro en una cadeneta hermosa de momentos brillantes. Elemental lo había salvado de la ruina, pues de haber perdido, eso justamente sería su vida. 214.000 dólares mal contados. Había quedado forrado en dinero, por ese bendito caballo, elementalmente, tal como se oye.
Diez minutos después, la gente hacía fila para cobrar con sus recibos el dinero de la apuesta. Lopera, que ya se había persignado dos veces,  ahora volvía a hacerlo, como para protegerse de algún requiebro inesperado de la mala fortuna, a la que conocía de vieja data, o mejor, con la que había compartido decenas de amargos momentos, en los cuales la gloria se le salió de las manos, como si no hubiera apretado lo suficiente para poder retenerla. 
La cajera contó el dinero, que venía en billetes de veinte, cincuenta y cien dólares. Retuvo 38.600 dólares, que correspondían al impuesto que el hipódromo debía cancelar al estado, por la ganancia ocasional de los apostadores. El repartidor recibió los fajos contados y los introdujo en una bolsa de papel manila, que a su vez metió en una de plástico con el logo del negocio donde laboraba, el cual siempre llevaba en el bolsillo trasero de su vaquero. Se fue para el servicio sanitario, y allí, más calmado, acomodó todo el dinero contra su abdomen, de manera que quedara casi invisible. Necesitaba llegar con el dinero a casa, cuánto antes. Raquel se iba a desmayar cuando viera ese morro de dinero sobre la cama.
Salió por el lado del parqueadero, donde la gente se veía un poco mejor vestida, con algo de clase, distinta de las puertas frontales que eran ocupadas por la plebe de Miami. Ese presupuesto falaz le daba un poco más de seguridad, pues desde niño le habían enseñado que todas las maldades se ven en las caras y los modos de las personas, igual que la bondad. Siempre le inculcaron que la belleza iba pareja con las buenas costumbres. Así aprendió de la higiene, de vestirse limpio, de ser honesto y siempre mantenerse afeitado. Caminó hasta el paradero y tomó inmediatamente la ruta a casa. Llevaba una fortuna pegada a su corazón, y éste parecía saberlo, pues quería salirse de contento.
Al llegar, Raquel no lo vio entrar, y su sorpresa fue mayúscula cuando le encontró en la pieza de espaldas a la puerta, organizando algo sobre la cama…
-     ¡Amor!, cuando llegues avisa, por favor…Me diste un susto del diablo…
Lopera se fue moviendo de donde estaba, y ante los ojos de ella apareció toda la plata de la apuesta, ordenada en morritos iguales sobre la manta de la cama. Los ojos de ella se  fueron abriendo, hasta alcanzar el máximo que podían, y allí se quedaron suspendidos, como si hubieran sido atados con filamentos invisibles al techo bajo de la alcoba.
-    ¡Por Dios, mi amor! ¡Qué es eso!, de dónde sacaste ese montón de plata…Pero,    venga, no se me quede allí tan callado, explíqueme…
-      Fue en el hipódromo, Raquel, gané una carrera del Derby…Tenía unos ahorros y…
-     ¿Cómo?, tú tenías unos ahorros, cuánto exactamente, dime, pues no recuerdo que me contaras de eso…O será que me estoy volviendo loca, al ver tanto dinero junto…
-     Mi amor, no te había contado…Tú sabes que soy un hombre previsivo y ordenado, que no tengo malas costumbres, ni amigos siquiera. Eran mis ahorros de mucho tiempo, para el sueño de fundar nuestro negocio. Mira, ocurrió así. Fui a llevar un domicilio esta semana a un billar, un bar, y me quedé tomando algo mientras esperaba que llegaran a recibirlo, y cancelar el servicio. Mientras hacía eso, escuché una conversación por teléfono. Un tipo le daba a alguien unos datos sobre un caballo ganador, explicándole que no había forma de que perdiera. El tipo este colgó luego, y se fue sin verme siquiera, pero yo me quedé pensando en todo esto y decidí que eran cosas serias. Hoy aposté al caballo, Elemental, estaba 30 a 1 en las apuestas…Nos ganamos 214.000 dólares, cielo…
Raquel se quedó viéndolo cariacontecida. Miró el cerro de dinero que había sobre la cama, y sin ella desearlo se le devolvieron un mil recuerdos de su infancia lejana, los recuerdos de su padre y su tío, apostadores de oficio, hechos y perdidos en la mafia del juego. Los recuerdos que Lopera tampoco conocía, porque ella nunca le había contado eso, pues le daba vergüenza. Su padre fue asesinado, y su tío Teodoro aun purgaba cárcel en Nueva York. Su madre y ella habían escapado, para salvar la vida. Hacía mucho tiempo no pensaba en esto, pero siempre había temido que su pasado le diera alcance y llegara a cobrarle que no hubiera ayudado a su padre. Pues, su temor se estaba haciendo cierto, era verdad que uno nunca puede dejar de ser lo que ha sido. Ella nunca le había contado a su marido esa parte de su pasado, y ahora él iba a averiguar que ella también se había guardado dos o tres cositas, que no le dijo.
Lopera vio que su esposa se quedaba abruptamente callada. Primero pensó que era la sorpresa, y se quedó colgado entre una sonrisa y la siguiente. Pero, al ver que se quedaba como lela, con cara de ir a llorar pero sin poder hacerlo, se sentó junto a ella, abrazándola por los hombros, como solía hacer cada que alguna tristeza la embargaba.
-   Tranquila mi reina, que todo esto nos va a llenar de vida. Pondré mi negocio de ferretería, como lo he soñado toda mi vida, trabajaré independiente con alguien a sueldo…Verás cómo vamos a progresar, no tendrás que volver a hacer cajas de cartón para nadie, mi amor, ni a coser ropa ajena…
-     Por favor, Heriberto, si nunca nos ha ido mal…Ven, hazte frente a mí, debo contarte algo muy importante. Me vas a escuchar hasta el final, y luego, bueno, luego, dentro de media hora, nos vamos a ir de aquí para siempre.
Ahora fue él quien casi alcanza la línea del pelo, con las pestañas de sus ojos abiertos por completo. Sin embargo, tal como le había pedido que le comprendiese un instante antes, él ofreció de la misma forma, y se hizo frente a ella para escuchar algo que desconocía, una historia que, igual que el dinero que reposaba al lado de ambos, iba a cambiar dramáticamente el curso de sus vidas.

JOSÉ IGNACIO RESTREPO 
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