miércoles, 13 de agosto de 2014

CON EL ALTO SOL, SOBRE EL CIELO, POR TESTIGO...


LA CANCIÓN DEL RETÉN
por
José Ignacio Restrepo


El machete cayó pesadamente al suelo pedregoso, levantando un polvillo renegado que nadie pudo ver por la hora tan alta y lo apartado del lugar. Era casi un desierto, y los dos que peleaban solo buscaban liquidar su pequeña cuenta, que con solo verlos de seguro había adquirido proporciones desmesuradas e irreconciliables. El hecho de que tuviera copiosa sangre sobre el filo, no hacía ni menor ni mayor el tono del momento. Después del golpe contra el terreno pelado, cundió el silencio que había estado ausente desde que empezó el duelo, treinta minutos antes. Ahora mismo, solo podían verse los dos cuerpos separados por unos cuantos metros, moviéndose, tirados y quejándose en el suelo.

Habían sido amigos. Bueno, lo eran hasta este instintivo compromiso. Bien dicen por ahí, que solo se pelean aquellos que comparten visiones similares, sobre asuntos para ambos importantes. Lo que está en juego es realmente una visión del mundo, que interroga porciones inmensas de sus naturalezas, que los inhibe de ser indulgentes, y les impide recordar que han sido mutuamente solidarios, en momentos distintos a este. Quieren ganar, para volver a perdonar, para recuperar la distancia, la propia gracia, la verdad sobre cada uno y sobre el otro, y ya sin esfuerzo poder imponer ese aspecto que al otro ahora mismo le resiente, y sin embargo también quisiera conceder. Enfrentados, heridos, ya no pueden ver como algo cercano esa verdad sin prueba que cada uno decía hace rato poseer, y que gracias a las diferencias que han ocasionado el enfrentamiento simplemente no se inclina ni a un lado ni al otro. 

Los amigos pelean por la verdad. Aunque saben que es un bien subjetivo. Puede que no hasta la muerte. O, acaso, buscándola con ayuda, por no poseer la determinación para hallarla por sí mismos. Si hay un lazo hecho de años, compuesto por  toda clase de experiencias, la pelea puede resultar corta y aguda. Si alguien muere, será por mala suerte. Aunque esta lidia de sangre se pactó solo dos días atrás, el origen de la pugna había nacido hace una década. Entonces eran tres los amigos, dos varones hermanados a una mujer, por la cual competían sin decirlo, pero que los estimulaba a ser cada uno, y cada   vez mejores. Valeria, era como la portadora de la piedra filosofal, que estaba enterrada en un sitio solamente por ella conocido. Callada y bella, como si fuera una estatua que solamente a veces se movía.

Diez años. Victoria de Durango había crecido, pero no demasiado, ni como posiblemente deseaba la gente que lo hiciera. Pero eso ocurría en todo México, no solo en Durango. Muchos que habían crecido, habían puesto millas de por medio, buscando pesos menos lentos de parirse, acaso mejor dólares frescos, así estuvieran teñidos de ese polvo blanco y quejumbroso, o de sangre norteña, de cadáver, y haceres ilegales y  mezquinos. Pero ellos no.  Los muchachos que la amaron y ella, no. Ahora Valeria tenía veintidós,  y estaba casada. Mal casada, dirían lo que le tenían aún algún frondoso sentimiento guardado entre el pecho y la espalda, que ya simplemente lucía como esos frutos negados, expuestos en la vitrina cerrada del Delicatesen de Manfredo Iriarte, sobre la fuente de las tortas y vinos a la una y algo de la madrugada del lunes, de cualquier lunes. De todos. Valeria se había convertido en la belleza más malamente ansiada de toda  esa maldita ciudad miserable. Todo por haberse casado con Arenas, cuando era apenas teniente, y permanecer con él hasta ahora, lavando y planchando sus uniformes con galones de capitán. Hasta su padre la hubiera preferido, viajando a DF a estudiar cualquier cosa, antes de atar su vida a un poli, que hoy es, y mañana se convierte en leyenda. Pero, su padre ya no contaba, pues llevaba cuatro años viendo crecer a su alrededor la rala hierba del cementerio. Y tampoco nadie, solo incumbía lo que pensara el joven gendarme, que era su todo. Según la ley, ella le debía respeto, y según la cultura le correspondía forzadamente rendirle obediencia, ya que a esta hora del catorceavo año del siglo veintiuno, ella era su prenda ganada en franca lid, contra todos los demás que alguna vez la quisieron. Estaba subordinada, gracias a su suerte. Y no había nada que pudiera cambiar eso. Ni siquiera ella misma podía hacerlo, pensaba, en las noches solitarias de joven dama casada que tiene un marido servidor público, cuyo trabajo le impide llegar a dormir a la casa. Aunque nada de esto fuera realmente lo soñado, ni tampoco lo elegido por ella, solo le quedaba querer lo que la vida le había concedido.

La noche. Eran las doce pasadas, y comenzaba otra ronda. Arenas dio vuelta a la patrulla, en la veintidós con Alhambra. Había recibido un mensaje del despachador, avisándole que  unos chicos estaban peleándose en la alquería del viejo Cornell. Cuando parqueó, miró al fondo del potrero pero no vio nada. Aguzó la mirada, y el brillo incipiente de algo metálico lastimó brevemente el tapiz café oscuro de su retina. Se apeó, cerró la puerta, y ajustó su bastón de mando. Se introdujo en el espacio mal cuidado, que siempre había estado sin el muro que ordena la ley. Al fondo creyó ver algo que brillaba por un segundo. Fue solo caminar unos diez pasos, para descubrir qué era lo que había despedido ese centelleo fugaz. Era un machete, un machete cubierto de sangre que estaba sobre el suelo.

Arenas se quedó viendo la herramienta de trabajo, y luego, más allá, observó dos cuerpos malheridos. Eran dos jóvenes que al parecer habían luchado, causándose heridas, que si bien no parecían mortales, si debían ser vistas por un galeno. Abrió la frecuencia de su radio portátil, y pidió una ambulancia mencionando la dirección dónde se hallaba. Se aproximó un poco, para ver la gravedad de las heridas, y descubrió que conocía a los heridos. Eran Fabricio Herrera y Laurencio Duque, dos antiguos amigos de Valeria, su esposa. Se caló los guantes de poliuretano, y los palpó lo suficiente para comprobar su primera suposición. Fabricio tenía una lesión de unos ocho centímetros, un tanto profunda, a la altura de las nalgas, pero solo era en la carne. Con puntos y cuidado, solo quedaría una secreta cicatriz. El otro, estaba dando signos de restablecimiento, y Arenas fue a su lado, para indagar el motivo de esta riña. 
-         A ver…ya es hora de despertar de la pesadilla, Laurencio…
Al escuchar su nombre, el joven dejó un tanto la queja, y enfiló sus ojos para mirar, quién diablos osaba meterse en la pelea.
-         El diablo, precisamente…
Arenas no se dolió por la corta apreciación, de quién de alguna forma ahora mismo precisaba de su ayuda. No era nada en comparación con las cosas que debía soportar en otros sitios, ya estaba acostumbrando. Le tomó el pulso en la muñeca derecha, para tener algo adelantado cuando llegaran los paramédicos. Su tensión estaba tan legal, como carne colgada en el puro matadero. 
-      A ver, Laurencio, siéntate, que tú no tienes nada, solo cosas por explicar. Es mejor que empieces, que ya tienes edad para guardar silencio unos días en el calabozo, si no me explicas a qué viene este desastre, en un lugar público…
-        Que no pasó nada, solo unos estrujones por no tener la razón, cosas privadas, Arenas. Aquí   no le hicimos daño a nadie, ni nadie oyó, no hicimos bulla…
-       ¿Y cómo explicas mi presencia? Qué tortilla hicieron, se pudieron haber matado, en una de éstas…
El muchacho ya se había sentado, y se miraba los pescozones, que no eran sino eso. Fabricio comenzó a reanimarse, y de inicio fue claro, pues la herida de las nalgas le dolía, y mucho. Se quedó boca arriba, tratando de verse allí donde la espalda empieza, y hacia abajo cambia de nombre. Pero, no podía. 
-        Maldito el día en que te tomé la palabra de amistad, pensando que la respetarías…Eres un vergajo de mal palo, malparido, enano hijo de mil brujas…

Era evidente que se restablecía con gran velocidad. Muy oportuno apareció por un lado el primer paramédico, y Arenas le fue cediendo el espacio, pues dado que las heridas de los muchachos no eran gran cosa, dejaría la indagación para un momento posterior a la atención médica.

Se despidió del profesional, dejándole saber que precisaba de su informe y que con un fax, diciéndole  dónde atendían a los pelados, sería más que suficiente. Sin embargo, se preguntaba sobre la razón de la pelea, y prometió averiguar sobre el motivo que les había llevado a herirse, en el campo de Cornell.
Arenas subió a su patrulla, sin dejar de pensar en el asunto. Tal vez Valeria supiera algo. Aunque ahora mismo lo que deseaba era una taza de café caliente. Y una dona. De esas que tanto mientan en las películas.

Valeria se levantó y su capitán aún dormía profundamente. Decidió preparar el desayuno, para ella solamente, pues habiendo prestado el primer turno era improbable que él pudiera acompañarla. Al volver a su cuarto para mudarse de pantuflas, se dio cuenta que ya él se había despertado.

-         Pensé que dormirías hasta pasado el mediodía, deberías cambiar ese turno por uno de día. Así compartiríamos mejor, y recuperaríamos cosas que se están perdiendo, tú sabes, nuestros juegos…
-        Nada se ha extraviado, mi princesa. Del turno, te cuento que ya pasé solicitud al mando, y solo espero que lo aprueben. Oye, mi amor, quisiera dos huevos con jamón, en tortilla, por favor…
-         ¿Y qué se cree el capitán? yo no soy niñera, y menos manteca de nadie, si quiere desa…
Valeria sintió los brazos de su esposo, alzándola por el aire, y supo que había llegado el momento de ponerse un poco al día, en esa deuda de cariño corporal, que había ido aumentando desde que lo pusieran a laborar de noche, como a cualquier novato.

Y entonces, se les juntó el apetito del desayuno con el del almuerzo, en esa faena no prevista de ponerse al día con la cuenta en rojo, que decía que había mermado el amor entre ellos, que indicaba que por atender otros asuntos  ya había un cierto desamparo, una montaña de recuerdos gratos que le dicen al presente apático, flaco, pobre, y otros tantos adjetivos, que no gustan ni suman, cuando se oyen o dicen.

Ya desde un tiempo anterior a esa pelea, los tres muchachos habían reunido ideas sobre sus vidas presentes, sus desánimos, ideando la manera de conquistar de un solo golpe, el destino afortunado que habían soñado en la secundaria. Fue así como planearon el robo y la huida de sus vidas. Lo ignoraba todo, obviamente, el capitán Arenas. Valeria y los dos amigos bellos, que desde siempre le habían hecho caso, iban a sustraer de la casa de  ella aquellas pruebas en droga o dinero, que el cansado capitán, dejara alguna noche de estas en el closet del cuarto. Arenas había cogido el mal hábito, de llegar a su casa en las frías madrugadas con las pruebas recogidas en el turno de la noche, cuando la norma exigía que debía ir primero hasta la estación, para dejar el producto de su trabajo a buen recaudo. Lo recogido en las escenas de crimen, dinero, estupefacientes, joyas, y otros, tenía siempre valor, si lo comparamos con lo que cualquier pobre peregrino lleva normalmente para sus gastos, en los bolsillos.  Pobres peregrinos de esos que uno veía caminando días y noches, por las calles históricamente vívidas de este Durango, de tiempos violentos. A veces eran verdaderos tesoros, fortunas devueltas al Estado por cuenta de sinuosos malvivientes.

Esta Valeria, que esta mañana cumplía fielmente con el guión de mujer enamorada de capitán de policía, no era la muchacha real,  la verdadera, que él hacía casi un año había desposado, no. Ella realmente no amaba a este servidor público. Desde hace casi ocho meses había buscado la forma de alzar el vuelo, pero solo hasta ahora cuando él empezó a llegar con esas bolsas llenas de dinero que quitaba a los bichos de la calle, comenzó a vislumbrar el cómo, el cuándo y el con quién. Buscó a sus amigos de siempre, a sus enamorados de la escuela, para urdir entre los tres la forma. Idearon un plan para “reunir una buena moñona” y escapar de esta ciudad de mierda, llena de construcciones plenas de historia, y con muchachos buscando como narcotraficar hacia al norte, para encontrar un horizonte para sus vidas…

Entonces llegó el día. O mejor, llegó la noche de un día que estuvo adornado por un sol esplendoroso, con el bochinche clásico de una ciudad mejicana, llena de coches, de tedio vespertino, de gente común que corre, de mendigos. Arenas aún no había recibido la orden para cambiar de turno, y hasta no hacerlo, seguiría cumpliendo con su deber, que para eso justamente había ido confiado a la Academia. El fresco de un verano adelantado, prometía durar hasta el amanecer. Siempre daba por hecho que llegaría con vida, después de cumplir con ese turno largo que iría hasta las seis de la mañana. Como una forma de prometerse llegar, una manera de exigirle a su cuerpo, y a su mente estar despiertos, atentos, lúcidos…dispuestos. En total, tenía dos arrestos programados, dos citas con soplones. y la carga natural de la vigilancia, que por sí sola siempre lo dejaba agotado del alma y del cuerpo.

Al terminar, había llenado lo previsto,  y como era su costumbre se fue directo a casa, porque el cansancio se sentía en su cuerpo como si fuera verdadera metralla. 

Su esposa dormía profundamente. Se acercó a la mesa y vio, la comida puesta, todavía tibia. Ciertamente era señal de que ella se había dormido muy tarde. Miró el jugo en la jarra y de inmediato le dio sed. Sirvió un vaso, y se lo bogó de un envión. Estaba delicioso. Se sentó, después de colocar sus cosas en el armario de la sala. El sueño lo cogió de mala manera, y lo rindió allí, sin siquiera quitarse el sudado uniforme, que traía a este lugar los aromas malditos de la noche y de la calle.

Al quedar todo nuevamente en silencio Valeria se paró de la cama. Era el momento esperado para completar su plan. Como sospechó, su esposo había llegado rendido, con sed y sueño. Miró la jarra, y el vaso vacío, que era el visto bueno al plan que ya estaba puesto en juego. Ella había echado un fuerte somnífero en el jugo de mango, que ahora simplemente circulaba por su cuerpo. Tomó el teléfono y avisó a Fabricio y Laurencio, que llegaron a los cinco minutos, pues se encontraban en un desayunadero cerca de la casa.

Sonó el timbre de la puerta, y Arenas ni siquiera se movió.

-      Hola, Mona…
Ambos la llamaban con igual epíteto, así que un saludo valía por dos. Los tres se aprestaron a revisar la bolsa de pruebas, que ella sabía iba a parar al armario, hasta la nueva hora de salida de su esposo. Como lo esperaba, y conociendo en qué había consistido la dura tarea de la jornada nocturna, pues se lo había preguntado en la tarde del día anterior, la muchacha encontró 80.000 dólares, del primer arresto, y medio millón redondos, del segundo, los cuales colocó en el tapete rojo de la sala, como si fueran un botín de guerra. De los cuatro que había allí, solo tres miraban con la boca abierta. Arenas, estaba también con la boca abierta, pero no podía ver nada de nada, fundido como estaba por el fuerte somnífero del jugo.

-    Ve por el auto, Fabricio…- Laurencio se erigió en líder, sin siquiera haberse postulado para ello. 
-    Buena idea. Ve tú…-  Fabricio miró al otro, fuertemente, y solo con eso, lo obligó a completar la acción que pretendiera para su compañero.

Cuando Laurencio salió, ellos dos revisaron el resto de las pruebas. Había algunas joyas, y dos kilos de cocaína. Ella tomó otra bolsa y metió allí, las cosas. El otro muchacho tocó la puerta, solo dos golpes secos en la madera, y al entrar se pusieron a dividir el dinero, por si les tocaba tomar caminos separados en cualquier momento de la fuga. Esa era la regla principal de este acuerdo, lo que hacían no era para unirse, era para marcharse de ese sitio de mierda, lleno de riqueza histórica, y con la gente muerta por dentro, deambulando por las calles esperando que cualquier turista le complete el almuerzo. Marcharse de Victoria de Durango, dejar gente querida, un esposo, delinquir para librarse de todo, para tener el permiso de ir por lo demás, de la forma que fuera, luchando frente a todo, como fieras.

El auto alquilado contrastaba bellamente con los autobuses de colores, que signan esta ciudad particular, diciendo entre unos y otros, para dónde van, de dónde vienen. Habían decidido ir rumbo al norte, atravesar Chihuahua, y salir del país como coyotes, por Ciudad Juárez. Para las seis de la tarde, si corrían con suerte, estarían pasando la frontera desértica, con los Estados Unidos. Los jóvenes iban tranquilos, como si tuvieran un viaje de vacaciones, un paseo bien ganado, pues reían de saber qué eso no era. Su paseo era el final de un rústico plan, un insensato acuerdo para conseguir pasaje y pasaporte, sin dañar a nadie, solo con un somnífero y un alto alquilado. Tantas películas mostraron el qué, el cuándo y el cómo, tantos actores rubios explicando sutilmente que esa distancia entre lo ilegal y lo extralegal, lo permitido, eran solo remedos, tolerancias. Lo físicamente importante, lo divino, era poder descubrir que esto era ya, y que ellos eran prolíficos actores, no gente de reparto, no. Ellos eran protagónicos, nada había que hacer tras conocerlo.

El automóvil volaba, cuando Arenas despertaba apenas. En la Estación, sentado ante un superior  muy difícilmente le explicaba, cómo se había acostumbrado a llevar a su casa, las pruebas recogidas en la noche. Todo eso era causa de despido, y de investigación por fiscalía. Arenas se miraba los zapatos, no tenía ni idea, cómo diablos lo vino a coronar de esa manera, la mujer de su vida.

El machete brilló impaciente, tirado sin oficio sobre el suelo pedregoso. Se levantaba un polvo renegado, y el viento no terminaba de apurarse. No se iba a, ni se quedaba, solo daba vueltas pequeñas, sin ansias. No tenía público para su obra sin nombre, en razón de la hora tan alta, pues el alba era aún pura ilusión y la noche era ya un pálido recuerdo. Qué lugar tan apartado, un desierto sin límite, no era un buen sitio ni siquiera para cobijar a las víboras, allí no había nada que ellas pudieran comer. Ni nombre tendría este sitio maldito de la tierra.  Después del golpe del metal contra el pelado terreno,  sucedido ya hacía horas, o días quizás, había cundido de manera natural el silencio. Ahora, solo podían verse los tres cuerpos, de tres jóvenes muchachos que habían muerto, tratando de cruzar el desierto…

JOSÉ IGNACIO RESTREPO
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4 comentarios:

  1. ...ay. empiezo por decirte que mucho me gustaria vivir pierto de ti y poder hablar contigo infinitamente sobre tus escritos.....sabes?és que lo que tu escribes tiene ,sin duda, la firma de los grandes cuentadores de histórias que nosotros conociemos....ya sabes que de mi boca solo sale lo que realmente siento y no podria te decir cosas para te "regar los pies" ...no lo sé hacer, no me lo gustaria y, claro que no lo hago con nadiae, mucho menos contigo, por quien tengo una estima muy especial y una amistad grande.... lo que te voy a decir, portanto és tan solamente lo que pienso con toda la verdad.....
    ...cuando léo tu prosa sempre me acuerdo de Gabo !!! tal como ele, tu vida és la escrita y en la escrita....tal como ele tu tienes la capacidad de usar lo fantástico, como si fuera real. y para dar más realidad a lo proprio real, que por un golpe de magia lo pasa a incorporar...tal como ele efabulas en lo uso brujo de las palabras...tus escritos se pueden considerar una espécie de fuson o fusion? ( no sé. pero sé que me compreendes) con enriquecimiento mutuo de grandes reportagens, narativas ficcional y poesia... tal como ele, y, desde luego como logras agarrar lo lector, creas lo clima y marcas lo ritmo.....piensas que exagero? pienso que no..... aun confesse lo mio maravillamento por tus letras y dsde lo primero momiento que las conoci, desde luego sucumbi a lo poder encantatório y metafórico de la tuya obra, con un estilo muy personal y inconfundible, con un Amor infinito á la vida y a todo que pulula, pululó o habra de pulular a tu alrededor...
    ...mira , lo que quiero verdaderamente decir és que no sé si más valoro tu poesia o tu prosa....por fin, laobra literária ya és por si misma una mexcla de estas dós grandes componentes de la Literatura.....
    ....Espero, un dia, venir a saber que tu és, porque serás lo herdero de tu conterrâneo.... Mi Querido José Ignácio, que bueno pribar contigo y tener oportunidad de te ler.....graciassss y un beso!!!

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    1. De mi corazón, amiga, es desde él que brota ahora mismo una sonrisa, si...mezclada con el agradecimiento por tan bello comentario, que de efusivo y cierto, como dices, salta hasta convertirse en bello estímulo, galardón decisivo y mercedario...Traer a Gabo para hablar de mis letras, ay. Y sin embargo, alguien hay que lo ha hecho antes que tú, por lo tanto recibo tus calores en mis nieves, como decía mi padre...Te alargo desde esta tierra mía el mejor de mis abrazos, lleno de trópico, calor, y fundamento, como eran los de él, que no le brotaban de los brazos sino lo mandaba desde adentro, el corazón...

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  2. María, a mi me pasa lo mismo. Este relato, es "modernosamente" Borgiano y si, tambien me remite al Gabo, pero son colombianos... supongo, inevitable.. Como inevitable para cualquier escritor contemporáneo haber estado un poquito influenciados.. Es parte del oficio. Los quiero. Feliz de habernos encontrado aquí. Por fin, porque google dejó de pedirme contraseña cada vez que quiero entrar. Un abrazo a ambos.

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    1. ...suena el timbre, vengo y eres tú, a mi puerta, venida de la nada...expresamente ufana en agradar con tu áurea violeta sin igual...Y esas palabras de lenta convergencia, en este pasillo de cosas que escribí...como eco de amistades tibias, regias, iguales a su dueña, reverberando en los violetas míos, mi adorada amiga...gracias por leer...por tocar la puerta...

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