miércoles, 2 de julio de 2014

EL PRIMER MINUTO DEL DÍA

ESE ÚLTIMO TRAGO
por José Ignacio Restrepo


Pasaron unos cinco minutos entre el instante en que desperté y el momento en que finalmente tomé la decisión de abrir los ojos. Al mirar el cielo raso de imitación tablilla de pino, supe que algo muy malo había pasado. Los hechos de la noche anterior tomaron cuerpo poco a poco, hasta formar un conjunto claro, con sustancia.

Si, había empezado a tomar whiskey justo al terminar la octava cerveza, cuando aquel famoso ex futbolista apareció como salido de una fotografía de un álbum de Pannini llamado “Héroes Inmortales de los Estadios”, y vino a sentarse en la barra exactamente a mí lado. Hubo una empatía inmediata, que se transformó en conversación ruidosa, llena de chistes y risas estruendosas, a las que luego medio bar vino a sumarse. Así se provocó esa algarabía de todos conocida, ese enardecimiento incontrolable que sienten los fanáticos de los deportes que arrastran multitudes, de uno de los cuales el bienvenido personaje era un digno y renombrado representante, aunque ya no compitiera profesionalmente. El momento era tan infantilmente perfecto que olvidé el qué, el cómo y el cuándo del día. Olvidé la razón y el equívoco que me habían llevado hasta allí. Aquel tipo, había yo recordado mientras seguía conversando con él, me había reportado en el corto lapso de una entrada la no despreciable adición de dieciséis mil  barras a mi cuenta bancaria, motivo más que justo para apreciarlo y razón suficiente para aceptarle unos inocentes traguitos aunque técnicamente fuera un desconocido, unos drinks EN DONDE AHOGAR LOS CELOS INCONFESABLES QUE SE ME HABÍAN DESPERTADO NO SE SABE CÓMO POR MI EX ESPOSA, que simplemente había aparecido por aquí para finiquitar conmigo como buenos amigos un negocio de bienes raíces. 

Me había emborrachado como un idiota, había pasado la noche en un motel desconocido... y una mujer desnuda de piel un tanto oscura y de cabello cortado al rape, se encontraba profundamente dormida del lado opuesto de la cama. Sentía que las horas de sueño no habían sido suficientes, vaya uno a saber en qué actividad más o menos improductiva las había yo invertido. Pensé que debía comenzar a preocuparme, porque normalmente no actúo de ese modo tan emocional e irresponsable. Además, era imperativo averiguar que estaba originando esta transformación, ojalá momentánea, de mi comportamiento.

Pero no seamos tan mentirosos en la vida, por favor, por Dios y por la virgen como decía mi abuelita. No nombremos cosas que son del infierno como si viniesen del cielo, como decía mi abuelo. No engañemos nuestra tradición de hijos del campo, católicos por formación, nacidos en la grande,  hambrienta y despojada nación americana. Para la lidia de este instante, ellos no dudarían en decirme que hablara claramente con Rita, no fuera que ella también estuviera sintiendo cosas semejantes, embarcada en el mismo buque pero en camarote diferente al mío. Mi abuela ya le habría dicho a mí mamá, que me exigiera buena conducta en todo lo tocante a una nueva relación. Nada de probaditas de aquello, después de una salidita a comer o una idita al cine, como si todos no fuéramos en el fondo unos colegiales inexpertos que debieran ensayar pedacitos del diálogo de su obra juvenil, para decidirse a actuar en ella. Mi abuelo le pediría a mi papá que me estimulara a tomar iniciativas, pues está probado y comprobado que a mí todo me daba en la cara, en ocasiones hasta dos veces antes de que yo me diera cuenta.

Pero la vida suele ser distinta de como la deseamos. Mis abuelos, que todavía cosechan café en un trozo de tierra situado en el departamento del Quindío, en medio de los Andes colombianos, no podrían comunicarse con mis padres, puesto que ellos descansan en un bello parque cementerio en la hermosa ciudad de Cartagena de Indias, ciudad elegida por ambos para reposar si la muerte los sorprendía de manera inesperada, como desgraciadamente les ocurrió. Hasta Rita, a quien siempre había visto perfecta, toda ella bajo control, perdió toda su estructurada compostura tras aquel fatal accidente aéreo, debido, pienso ahora, al hecho de ser una usuaria frecuente de las aerolíneas. Consumió un frasco de sedantes cada tercer día, por cerca de tres meses. Yo solamente huí, soy un experto en el tema. Encontré un trabajo aquí, en la Madre patria y llegué con mis huesos y mi intelecto, a poner problema donde todos veían las cosas perfectamente.

Empero, no ocurrió nada de eso. Nadie intervino, todo el mundo se ha comportado inesperadamente adulto, imprevistamente respetuoso y creo que para mí como para Rita esto ha determinado el rumbo de nuestra historia, es decir, su rumbo ausente. 

Mientras cierro suavemente la puerta del cuarto, hecho un último vistazo a la mujer de cabello corto solo para comprobar que continúa profundamente dormida. Pienso en los momentos como estos, que han debido dejarnos recuerdos contrahechos, indisponentes para nuestro ser hace tiempo supuestamente reflexivo, maduro y equilibrado. Pero es una condición de este carácter ser autocrítico pero no perverso, así que convengo en que olvidaré dentro de un tiempo prudente aquel bello cuerpo aceitunado, un cuerpo hermoso que no llegó a musitar palabra, y con el cual compartí una noche de ebriedad y erotismo, sin que quedara para mi infortunio, creo, ninguna imagen, nada de nada en mi disco duro. Tras abatir la puerta sobre su cerradura, los hechos deshilvanados de la noche han empezado ha diluirse como por encanto, y en su lugar el rostro de Rita, nuevamente, toma forma sin solicitar ningún permiso como concediéndome un perdón no demandado por el tiempo extraviado en otras cosas. Mientras desciendo de dos en dos la escalera exterior de aquel lugar, no puedo dejar de recordar las muchas veces que visitamos ella y yo lugares como este, como planeábamos después de amarnos la forma de hacernos a una casa, como inventábamos el futuro en el tiempo libre que separaba a un beso de otro, a una caricia de otra. Nunca proyectamos la partición de lo que logramos construir, quizá por el secreto temor que tiene todo ser humano de llegar a conseguir todo aquello que se propone.

JOSÉ IGNACIO RESTREPO
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