viernes, 16 de mayo de 2014

A VECES NOS VAMOS ANTES...

79 CON 13, SUR, LA PUERTA ROJA


Raúl miró el living, a la salida de su alcoba, con su mesita sin retratos y su espejo de pared. Cuando sale hacia la calle, evita mirar la superficie brillante, y también evita el reflejo, pues siempre le ha parecido una puerta hacia otros mundos, donde habitan ésos, sin nombre, que lo ven todo sin que nosotros los veamos a ellos. Y que cuando nos vemos allí emiten un lentísimo mensaje de un sentido superior, diciéndole al que mira, quizá no regreses, amigo, quizá sea la última vez que te miras en este espejo. Era un sentimiento insobornable, y hace tiempo había comenzado a no mirar, aunque aún no acababa de acostumbrarse. Ya eran tantas las pérdidas, que parecía normal esperar una nueva, la suya, al comenzar la mañana, cualquier día. Podía ser hoy, este frío martes, el día de partir a ese sitio que nunca nombra.

Cerró la puerta. Oyó caer fuertemente el pasador, y sin quererlo, reeditó con nostalgia las veces que había hecho lo mismo, exactamente, para cuidar de cualquier ladrón la casa de su esposa y de su hija, que antes lo esperaban en la noche, para compartir un poco con él. Ahora era un ejercicio sin fin, ese de pasar con ellas el tiempo de su vida, aunque ya no estaban. Gastaba el día, la tarde y la noche, en recordarlas. Comenzó a llorar lentamente, de espaldas al mundo, la frente puesta en la puerta de su casa, la casa que habían contruído para vivir la magia de sus vidas.

Entró al coche, contraído como un chico, sin saber cómo empezar este nuevo día, y rompió en llanto como un cadete que recién viera cadáveres de guerra.

Al terminar, sacó el pañuelo y se secó las lágrimas. Se pasó el pañuelo sobre la cara, hasta dejarla seca del todo. Recordó que tenía la misión de seguir vivo. Resonaron las palabras amorosas de su madre días antes de morir, con poco menos de noventa años, “te di todo lo que tengo, lo que soy, para que seas más feliz de lo que fui…y fui muy feliz, hijo mío”. Encendió el coche, debía llegar hasta el almacén y abrir. Ese era su destino, enfrentar a sus clientes, que todavía hoy le miraban sintiendo pena por su pérdida,  como si tuvieran culpa de seguir vivos. Él ya no quería eso, quería continuar, realmente. Pero, esas horas alejado de su casa, debía realmente agradecerlas, pues podía pensar en otros asuntos, aunque fueran pueriles y sin sentido muchas veces, y pertenecientes al universo de  los otros, a sus supuestas necesidades o gustos, que lo ligaban a él, y a su negocio.

Momentáneamente, sencillamente, como todo en la vida.

Tras terminar ese día de labor, tan similar a todos los anteriores, y a los que sobrevendrían, cerró el lugar y se dispuso a regresar a su casa.

A su pesar, contra todo pronóstico, terminó con sus pasos ante la puerta del bar, que lucía como la entrada de una iglesia, donde ir a encontrar calma para su desesperación. Entró y no volvió a salir, hasta que era muy tarde. Tomó un taxi para regresar, pues no había manera de que pudiera conducir.

- 79 con 13, sur, una casa de puerta roja...-

El conductor tenía una cara afable, como de abuelo joven, y recibió la indicación en silencio. Pero solo fue cosa de instantes, pues con tono mesurado y respetuoso comenzó una conversación, tomando un recuerdo suyo, como tema.

- Recuerdo esa casa, si...
- ¿Ah, sí? Yo no recuerdo que usted me haya llevado en el pasado...
- No, señor...No fue a usted. Eran dos bellas mujeres, yo creo que madre e hija. Venían del Mall, habían hecho compras, hablaban de sorprender al hombre de sus vidas, con un regalo, un precioso reloj que le habían comprado para su cumpleaños. Esa magnífica tarea de dar, hace que los espíritus generosos se reproduzcan gracias al ejemplo, pues nos recuerdan que este paso es momentáneo, corto, que solo somos inocentes pasajeros. Lo insigne de vivir, es ese dar. Alcanzar la tibieza y la humildad de regalarse en todo...ese día, con esas dos damitas bellas, recordé lo inefable de ese sentimiento...

Luego se quedó callado, pues me había invitado a charlar, y yo simplemente no accedí. Habíamos llegado. Le pagué, y mientras recibía el importe, me pidió que saludara a las dos bellas damas de su parte, y yo solo pude sonreírle. Fue una mueca extraña realmente, pues estaba al borde de un colapso.

Ya en la calle, miré mi reloj, esa hermosa prenda que hacia solo ocho meses, ellas dos me habían regalado por mi cumpleaños. Eran la una y cinco de la madrugada. Un hora propicia para recordarlas, para verlas copiosamente vivas, llenas de esperanza, alejadas del tránsito peligroso, de los autos cuyos conductores no miran quien cruza la calle.

Y si un taxista común las recordaba, ¿cómo podía yo permitir que el olvido se las tragara? ¿Cómo iba yo a dejar que se hundieran en el gris de mi desesperanza?

Entré a mi casa, crucé el living, sin miedo del espejo...Me miré, compungido y lloroso, como si apenas hoy las hubiera perdido por esa orden inobjetable del destino. Pero, no iba a dolerme más, estaba seguro que ellas me esperarían, donde se hallaran, si llegaba la hora de testar todo lo hecho, y disponer mi pasaje hacia el olvido...

JOSÉ IGNACIO RESTREPO
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2 comentarios:

  1. ¿De verdad crees que existe el olvido? Siempre estará escondido en un recóndito espacio de la mente pero nunca perdido, sobre todo cuando se deja constancia de tanto amor... Pongamos una nota de color.. Impecable... Como siempre... Fuerte abrazo

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    1. No existe, por las dudas colgamos los espejos. Abrazo agradecido por tu visita, querida Isabel!!

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