jueves, 15 de mayo de 2014

AVALANCHA




Respiraba...

Solo veía un resplandor morado a través de sus lentes de protección, y se dio cuenta que tenía rota la frente, acaso solo fuera el superciliar, ojalá. 

Intentó moverse, y la clavícula le haló horriblemente. Gritó, no era su voz, era el quejido impotente de un niño, que no encuentra como salir de un cajón, enmohecido y maloliente, donde tenía guardado un juguete, uno que se le había perdido, y que ahora es parte del olvido. Quizá se ha roto el hombro, tal vez incluso la cadera, o la pelvis. Nunca volverá a esquiar. Aún antes de saber si saldrá de todo ésto con vida, ya se lo promete sin confrontaciones. Debe dar algo a cambio por poder ver todavía la luz, aunque tenga el cuerpo partido en veintitrés pedazos, que ya no casarán por más que los una con cuidado.

Y se queda de repente, pensando en esos ojos color beige, que lo miraban sensiblemente no hace dos horas, desde ese mostrador. Y en ella, su dueña, que tuvo el valor de preguntarle porqué esquiaba, qué se ganaba con subir al cerro para luego descender arriesgando la vida, lo único de veras cierto, propio, que todos tenemos. Él se había reído, y la había invitado a salir en cuanto volviera. Ahora ni siquiera estaba seguro de poder salir y verla de nuevo, para decirle que allí quebrado e indispuesto había pensado en ella, en sus dulces ojos casi amarillos, que eran como una luz insistiendo para que saliera de la nieve, que ahora lo cubre por completo.

No podía moverse, realmente se sentía malherido. Y lo peor era esa conciencia de haber obrado contra la norma, por haber elegido el camino errado, el que nadie sigue. Esa condición suya de sentirse superior, que lo ha acompañado toda su vida, es la que lo tiene allí, alejado de todo y a menos de una hora de que cierre por completo el día. Debe salir, a como de lugar, sino no podrá contar la historia, tener derecho a una segunda oportunidad.

Repta, Agustín, arrástrate, que también éso hace parte del programa. Ayúdate con los codos, éso, hazlo, como si fueras el niño que a veces recuerdas que fuiste, tal vez te esperan cosas mucho más valiosas, y debes probar a la vida, a la sagrada vida que te llena, que eres el elegido para poder vivir el resto. No, el resto no. Queda lo mejor, lo principal, lo que te trajo aquí no vale nada, se ha ido, y tienes que salir...no puedes dejar al pasado lo mejor de ti, no puede quedar en la nieve, enterrada sin más, el ansia de vivir todo lo que te espera en el futuro.

Lloraba, en medio del dolor tras cada esfuerzo, rompiendo con el casco la nieve que le cubría, sin saber cuánta era, de qué tamaño era realmente la avalancha...dónde diablos estaba la luz dueña del resplandor, que veía en sus gafas, cubiertas a medias por su sangre. Con los párpados ya en una costra, y el vigor de salir aún entero, rema Agustín, como un ser de antes del diluvio, que se sabe único, irrepetible, con su pelvis partida entre pedazos, su frente rota, un brazo inmóvil y frío, en un lugar lejano de la montaña sepultado bajo tanta nieve, que nadie podría verlo. Solo los perros, que buscan a los perdidos...

Agustín levanta la cabeza, y ve una sonrisa desconocida...

- Se llama Sócrates, es un pastor belga. Él le ha salvado la vida...

La enfermera de rasgos esquimales le miraba contenta. Sostenia la foto de un hermosísimo perro, con varias medallas en su cuello, por ser héroe de salvamento allí en esa región nevada.

- Dónde está, quiero darle un beso...

Ella ríe, es bella. Como si fuera una orden, el precioso perro pone las patas delanteras a su lado, sobre su cama, y le mira amoroso, con sus grandes ojos color miel, igual que lo hicieran esos otros que alumbraron su soledad, bajo toneladas de nieve blanca.


JOSÉ IGNACIO RESTREPO
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